Miley Cyrus es una
máquina de fabricar polémicas, éxitos, tendencias y, por sobre todas las cosas,
es una máquina de facturar. Promocionada por las productoras, criticada por
periodistas pacatos y adorada por su público adolescente, vuelve sobre debates
recurrentes sobre estereotipos y sexualidad.
Todos hablan de ella. La
promocionan, la venden, y la critican. La legión de la moral no esconde sus
críticas hacia la cantante, que en realidad no es otra cosa que su desprecio
velado hacia cualquier atisbo del sexo femenino de salir del “lugar” que esta
sociedad le tiene reservado.
El mensaje es
contradictorio: las productoras venden su producto, los medios escriben y
hablan de su imagen “escandalosa”. Miley se lleva la parte más liviana (después
de todo, hay que vender). Basta recordar la catarata de prejuicios en los
diarios y canales de TV mientras Melina Romero estaba desaparecida (por su
forma de vestir, de actuar), y los que siguieron luego de que encontraran su
cuerpo, y siguen reproduciéndose hasta hoy.
Poco y nada dicen
promotores y detractores de las posibilidades casi inexistentes de cualquier
adolescente de aspirar a la “libertad” que Miley Cyrus tiene para ofrecerles.
Al menos la “libertad” que está a la venta. ¿Qué dirán de las jóvenes que la
emulen en su vestimenta y actitud?¿Y las que emulen su imagen desenfadada con
respecto a la sexualidad? ¿Y si además de todo no se encuadran en la
heteronorma? ¿No son las mismas que critican por sacarse fotos provocativas,
por como se visten o se comportan?
Nada de eso importa, lo
que le quita el sueño a algunos es que Cyrus “eduque” mal a las niñas:provoca,
se besa con mujeres, baila semidesnuda con un pene inflable.
No molesta tanto
que forre su cuerpo hiperdelgado con billetes de dólares y juegue con su auto
de oro (molesta más que se masturbe sobre él). Tampoco preocupa que promocione
marcas de ropa y productos que reproducen estereotipos de belleza imposibles
(ni hablar de los que se fabrican con trabajo esclavo, realizado por chicas de
la misma edad o menores que su público).
No se develará ningún
secreto al decir que Miley Cyrus es, ante todo, un producto cultural, y uno
factura muy bien. Por eso no fue muy difícil para el mercado pasar de la
hiperfemenina e inocente Hannah Montana de Disney a su perfil semiandrógino y
provocador, a su “escandalosa” declaración de bisexualidad y a sus fiestas con
strippers y estética sadomasoquista.
Su última gira Bangerz
Tour, que ayer llegó a Argentina, ya recaudó 70 millones de dólares en todo el
mundo, y su último disco, 4 millones de dólares (es la millonaria más joven de
la industria). Cyrus la presentó como una gira feminista: “Lo que de verdad
quiero es que las chicas sean conscientes de que podemos ser independientes y
poderosas, y por eso voy a protagonizar una gira llena de energía feminista”
(MTV.com).
Fue criticada: ¿por el
alto precio de las entradas (en Argentina, la más barata salía $ 600)? ¿Por los
estereotipos y las imágenes cosificadas de las mujeres? No. Algunos países,
como República Dominicana, prohibieron el show, por los “vestuarios
inadecuados, corrupción del lenguaje, imágenes y frases perversas, frases con
doble sentido, apología del crimen, violencia y actos denigrantes para el culto
cívico, incitación al sexo, sexo lésbico, uso de objetos inadecuados en
público” (Rolling Stone).
Cyrus, erigida como
“feminista posmoderna”, se refirió varias veces a la igualdad de derechos y el
feminismo. Incluso hizo críticas muy justas a quienes la cuestionaron
simplemente por hacer las mismas cosas que hacen varones cantantes (básicamente
cantar y bailar rodeados de chicas semidesnudas como objetos decorativos).
No son pocas las voces que dicen que, al burlarse de la cosificación de las mujeres, y ella misma “cosificar y cosificarse” en escenas explícitas sobre el escenario, está cuestionando la misoginia que reina en la industria cultural. Pero ¿es realmente un cuestionamiento o la ilusión posmoderna que abandonó la lucha por la transformación social y la redujo al propio cuerpo y al individuo como “campo de batalla”?
Su propia imagen, despojada del estereotipo clásico de la feminidad, no escapa a muchos otros estereotipos: Miley es joven, hermosa, blanca y millonaria. Y sus shows, aunque escandalicen a algunos, no van más allá de la mueca de libertad que puede ofrecer esta sociedad a la juventud (a la que pueda pagar por ella).
Incomoda a algunos, pero
sobre todo genera mucho dinero. Lo cierto es que Miley facturaba cuando
promocionaba la abstinencia sexual entre las adolescentes (“Me gusta pensar en
mí como una chica que nadie puede alcanzar, que nadie puede tener en sus manos.
Incluso a mi edad (15 en ese momento), hay muchas chicas que caen”) y sigue
facturando a rabiar con su perfil “transgresor”, hipersexualizado, amante de la
masturbación y del sexo con chicas.
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