Los resultados del 12 de septiembre hicieron temblar la coalición de gobierno y vimos su segunda réplica en los cambios de gabinete durante las últimas horas del viernes. Entre los nuevos ministros (no hace falta agregar ministras porque no hay), están Aníbal Fernández (sí, ese Aníbal Fernández) en Seguridad, Julián Domínguez en Ganadería, Agricultura y Pesca y Juan Manzur en la Jefatura de gabinete.
La designación de Juan Manzur no puede medirse exclusivamente por su postura antiderechos. También deberíamos incluir su apoyo (con votos) a la reforma previsional y otras leyes del gobierno de Mauricio Macri, su manipulación de las cifras de mortalidad infantil en Tucumán, su responsabilidad en la cesárea forzada de una niña de 11 años violada o su papel luego del asesinato de Luis Espinoza a manos de la Policía. (Paréntesis para el amague de presentarlo como impulsor del protocolo para la Interrupción Legal del Embarazo en 2010 -vigente desde 2007 con Ginés González García-, sin hablar de los entretelones de la decisión y marcha atrás marcadas por la negativa del ejecutivo de Cristina Fernández de Kirchner).
Es posible que no se trate de un gesto calculado y definitivo contra el movimiento de mujeres y personas LGBTQ+ y sus conquistas pero, como decisión de un gobierno que se desvivió por publicitar cada gesto “feminista”, es suficiente para no desestimar las alarmas (más cuando se le exigió a todo el mundo reconocerlos como tales). En todo caso, confirma su sincero desinterés por un costo potencial frente a los beneficios que representa ese nombre para la coalición oficial. De hecho, Manzur no desentona en un gabinete que garantiza la política económica organizada para cumplir los compromisos con el Fondo Monetario y otras medidas del gobierno. Myriam Bregman, que ya es candidata a diputada de la Ciudad de Buenos Aires por el FIT, lo resumió así: “El nuevo gabinete es un giro a derecha, conservador y patriarcal”.
En el debate apurado por los acontecimientos, se dijeron cosas que las feministas y todas las personas que luchamos contra la opresión conocemos de memoria. La oposición tramposa “derechos versus economía” o la confusión (muchas veces interesada) de la utilización política de la ampliación de derechos con la conquista de estos (que siempre tiene una historia previa al momento conveniente para el establishment político). Nadie exige a un gobierno que no promete nada. Pero si un presidente dice que está contento de ponerle “fin del patriarcado”, ¿no es como mínimo esperable un pedido de explicaciones?
No pasa nada. Quienes prefieren que no haya críticas nos explican que no hay peligro, que Manzur no puede hacer nada contra la ley que terminó con la criminalización del aborto. Quizás puedan decir que hoy es cierto. Lo que no puede decirse es que el aborto legal no esté en peligro desde el día cero. Ninguna victoria es permanente, mucho menos en las democracias capitalistas, en las que todo derecho es precario. Porque puede ser revertido y, sobre todo, limado por las condiciones que lo rodean y dificultan que las igualdades formales se hagan realidad para la mayoría. La pandemia fue un recordatorio concentrado: retroceso en la inserción laboral de las mujeres, sobrecarga de trabajo no remunerado, multiplicación de desigualdades y agudización de ataques sobre derechos que creíamos intocables. Bastan dos ejemplos: Estados Unidos y Polonia.
Ser agradecidas. “Arden fogatas de emancipación femenina, venciendo rancios prejuicios y dejando de implorar sus derechos. Éstos no se mendigan, se conquistan”. Esto lo dijo la sufragista Julieta Lanteri a principios del siglo XX, cuando las mujeres arañaban la ciudadanía exigiendo el derecho al voto en varias partes del mundo. Su lucha fue prolijamente borrada durante décadas, pero cada vez que tuvimos que enfrentarnos a la negativa de opositores y oficialistas de ocasión, la convicción que sonaba en esas palabras se volvía calle. No creo que esté de más recordarlo cuando dicen que no nos quejemos, que un gobierno “nos dio” la ley, que un gobernador “puso” los votos o que aplica los protocolos (¿deberíamos esperar lo contrario?). No es lo mismo votar a favor o en contra, pero eso no equivale a exigir agradecimientos o silencios a cambio de un derecho conquistado por un movimiento social y político con su centro de gravedad en la calle. Calladita no te ves más bonita.
Traducciones. Florencia Angilletta hizo una pregunta interesante sobre el derecho al aborto y su traducción electoral en la conversación que organizó El Dipló sobre el escenario político luego de las primarias, con Fernando Rosso y Julio Burdman. “Mucho de la gestión de la pandemia terminó absorbida más como política de Estado que como política de gobierno”, se refería a la no capitalización de la campaña de vacunación y la política sanitaria. Y agregó que veía algo parecido con “la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Una ley histórica, pionera en América latina, que tampoco tuvo una traducción electoral muy fuerte. No sé cuántas de las mujeres tuvieron eso en cuenta a la hora de votar”. Esa pregunta quizás no tenga una respuesta definitiva. Pero encierra otra, ¿debería un movimiento tan masivo y heterogéneo, atravesado por perspectivas políticas, ideológicas y de clase, traducirse electoralmente? Si la respuesta es sí, ¿cómo? A esa pregunta podríamos sumar otra, de aprobarse en 2018, ¿debería haber sido reconocido como un logro macrista?
Quizás la pregunta primera debería ser si hay que agradecer que el Estado garantice el acceso a la salud pública. Sobre esto, me quedo con algo que escribió Martín Rodríguez refiriéndose a la campaña sanitaria sin traducción en las urnas, “diría Simone Weil, que se trata de una de las ‘obligaciones eternas’ de un Estado”. Creo que algo similar aplica al acceso a la salud pública cuando alguien decide interrumpir un embarazo de forma voluntaria. Medirlo así, creo que ayuda a subrayar la diferencia entre la potencia de una demanda, que se vuelve revulsiva por la negativa de instituciones políticas y religiosas, y el volumen del logro que debería esperar un reconocimiento electoral.
En Palermo el aborto es legal hace rato. Muchas críticas fueron respondidas con la sanción “tema palermitano”. Al mismo tiempo, se alentaron posturas que oponen “derechos” y “minorías” a necesidades urgentes, cuando la tragedia para la mayoría no es el cupo laboral trans, sino que no existan políticas públicas que intenten, al menos, ser un paliativo de las desigualdades agudizadas en pandemia. Uso ese ejemplo porque el aborto legal no es una agenda de minorías (las mujeres y las personas con capacidad de gestar somos mayoría). Tampoco son despreciables ni “menos importantes” derechos como los que garantiza la Ley de Identidad de Género. “Conozco muchas villeras travestis, trans, felices por el acceso al DNI, por los cupos laborales”, esto lo dice el escritor César González, que mostró otras tonalidades en el debate abierto por Mayra Arena y sus ideas sobre cómo se piensa en barrios y villas (que circularon en forma de verdades inapelables por credenciales identitarias para no invitar a abrir sino a clausurar el debate y, en esta ocasión, también cerrar filas por derecha). En Palermo el aborto es legal hace rato, porque cuando manda la clandestinidad, el dinero garantiza la seguridad a quien pueda pagarla. Las leyes que aseguran el acceso a la salud pública (que las Iglesias y sectores conservadores las señalan como “distracciones”) son vitales lejos de Palermo.
Una cosa es criticar las narrativas oficiales y señalar los puntos ciegos (donde se cruzan la clase y el género) del feminismo de ministerios, y otra es decir que son temas que no interesan a las mayoría, cuando justamente son las mujeres la mayoría entre los pobres, los empleos precarios y de bajos salarios y el déficit habitacional. La realidad es contradictoria pero es clara: la lucha por la tierra en Guernica es un ejemplo de esos cruces y muestran a quien quiera verlo que pelear contra la opresión no se opone a pelear por medidas urgentes para la mayoría. Y esas luchas pueden ser también un punto de partida para construir una sociedad donde esas falsas oposiciones ni siquiera tengan sentido.
Manzur es Manzur. No es un peligro diferente al que ya representan los antiderechos activos desde la sanción misma del aborto legal o la influencia de las Iglesias en las políticas públicas que los partidos mayoritarios sostenien. Pero eso no significa desdeñar la importancia de un nombre. El debate que ganamos en la calle y más tarde en el Congreso sigue por otros medios, no es momento de bajar la voz.
Los nombres que más nos gustan
Escribir antes del nombre propio. Publicó sus primeros libros bajo el seudónimo “Daniel” pero se llamaba Eduarda Mansilla. En la segunda mitad del siglo XIX no era aceptado ni esperable que una mujer se dedicara a algo que no fuera su hogar y su familia, mucho menos a una actividad pública como la literatura. Las hijas de la clase alta no estaban exentas, aunque su vivencia de la opresión fuera más cómoda. Su matrimonio con Manuel Rafael García Aguirre la transformó en mediadora y representante cultural, sus viajes la llevaron a conocer Estados Unidos cuando empezaba la Guerra de Secesión. Reflexionó sobre la emancipación, un poco enamorada de la vida pública de un sector de las mujeres en el Norte, pero también encontró y señaló similitudes sobre el desprecio y la violencia que recibieron los pueblos originarios en ambos países, que reconocía como los “hijos del desierto” y los “dueños de la tierra”. Pionera en la literatura de viajes, dejó a su marido e hijos en Europa para dedicarse exclusivamente a escribir. Su historia está contada en Mujeres viajeras editado por Luisa Borovsky, una joya que solo se consigue en librerías porque ningún algoritmo te lo sugerirá.
The Underground Railroad no ganó ningún Emmy el domingo, pero está entre las mejores series de este año. Cuenta la historia de un tren clandestino y subterráneo en el Estados Unidos esclavista a través de los ojos de Cora. La adaptación de la novela de Colson Whitehead vuelve sobre el ADN de un país que, más allá de los discursos, mantiene intacto el racismo institucional y sigue encontrando su resistencia más importante en las calles como el grito transformado en movimiento Black Lives Matter. Un nombre propio inevitable en esta lucha por la libertad es el de Harriet Tubman.
En los Emmy sí ganaron varias producciones con protagonistas e historias de mujeres. Kate Winslet por Mare of Easttown, Michaela Coen por I May Destroy you y Gillian Anderson por su interpretación de Margaret Thatcher en The Crown. En la conferencia de prensa, una cronista le preguntó a Gillian Anderson si había conversado con la ex primera ministra sobre su papel, a lo que la actriz respondió elegantemente que no. Por las dudas fui a revisar Margaret Thatcher Fun Facts! y la cuenta confirma que la Dama de Hierro sigue muerta.

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