2/11/21

La felicidad en la tormenta

 



Cualquiera asumiría que a medida que pasan los años, se discuten y desnaturalizan prejuicios, cada vez menos gente considera que es tratada injustamente o se siente discriminada. Pero en uno de los países más ricos del mundo pasa exactamente lo contrario. La consultora Gallup realizó una encuesta sobre cómo son tratadas las mujeres en Estados Unidos. El 53 % de las personas dijo estar satisfechas o más o menos satisfechas con la forma en que la sociedad las trata. Es decir, casi la mitad cree lo contrario.

El número es más bajo entre las mujeres, 44 %, un porcentaje que cayó cualitativamente después de la explosión del movimiento #MeToo. En 2016, las denuncias de abusos sexuales y de poder en Hollywood desnudaron la realidad detrás de escena de una democracia que ostentaba credenciales de igualdad y diversidad. Desde ese año, la porción de mujeres que cree que la sociedad las trata justamente cayó 17 puntos. Entre los varones, el porcentaje es más alto pero el índice también cayó (61 %).

No es llamativo que exista un sesgo de género. No es difícil sospechar que un varón vea menos problemas con respecto a la opresión, una especie de male gaze (mirada masculina) estadística. El 61 % de los varones creen que existen iguales oportunidades laborales (solo el 33 % de las mujeres coincide), aunque la misma cantidad apoya la discriminación positiva, es decir, medidas paliativas de las desigualdades. Amerita un gran “date cuenta, amigo”, ¿no?

Hago un paréntesis para subrayar la evidencia de que los cuidados son invisibles a la mirada masculina a la hora de evaluar la “igualdad” en el mercado laboral. Más que beneficiar a un varón individual, la invisibilidad beneficia a un sistema social organizado alrededor de la explotación del trabajo asalariado, que cuenta a su favor con millones de horas de trabajo gratuito realizado por las mujeres para reproducir esa fuerza de trabajo. Creo que a esto se refería Flora Tristán, precursora del feminismo socialista, cuando decía que las mujeres eran “las proletarias del proletario”.

No pasa solo con los cuidados. Muchos aspectos de la opresión de género están naturalizados socialmente. Los femicidios son la forma de violencia patriarcal más discutida (es uno de los desencadenantes de la revitalización del feminismo en el siglo XXI), pero esa violencia -en diferentes grados- se mezcla y convive  con otras opresiones y desigualdades. Y eso se ve en la encuesta de Gallup: varían los porcentajes entre las mujeres satisfechas de la población blanca (46 %), latina (43 %) y negra (38 %).

No es una casualidad que en ambos extremos estén los varones blancos (68 %, los más satisfechos) y las mujeres negras (38 %). La brecha que los separa, sin embargo, es más pequeña que la que existe entre sus ingresos (en promedio, un varón blanco recibe 37 % más de  ingresos que una mujer negra).

Alguien ya había hecho la pregunta

Charles Fourier vivió entre el siglo XVIII y XIX y creía que el progreso de una sociedad podía medirse por cómo se trataba a las mujeres en ella. De hecho, es parte del legado del socialismo utópico, que recoge Friedrich Engels en Del socialismo utópico al socialismo científico. Escribe Engels que Fourier desnuda la “miseria material y moral del mundo burgués” y critica magistralmente “la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. Él es el primero que proclama que el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general”.

Si escuchamos a las estadounidenses, las cosas no van bien y no solo para ellas. Estados Unidos no es modelo en materia de igualdad y emancipación, pero hasta hace algunos años (muy pocos en términos históricos), se jactaba de ambas cosas. Ostentaba feminismo, diversidad y su primer presidente negro llegó a hablar de una sociedad posracial. La explosión de movimientos sociales y políticos durante la última década le dan la razón a las voces que decían que el sueño americano se parecía más a una pesadilla para la mayoría y las mujeres lo saben muy bien. El progreso no está garantizado y no es inevitable. En 2021, la criminalización del aborto en Texas (hoy en debate en la Corte Suprema) y otra posible restricción en Mississippi lo confirman. La participación de las mujeres en el mercado laboral también dejó marcas profundas de retroceso después de la pandemia. Radhika Balakrishnan, miembro de la Comisión por la Igualdad de Género de Nueva York estima que “estamos en los índices de participación en la fuerza laboral de los años 1980 por la cantidad de mujeres que la abandonaron”. El fenómeno es tan importante que a la recesión pos Covid-19 la llamaron “she-cession” (recesión femenina, por el she, ella en inglés).

 

Volviendo a Charles Fourier, no se limitó a la crítica, aunque era el más filoso según casi todo el mundo. Su ironía y habilidad para la sátira hacían de él un contrincante difícil en cualquier debate. También impulsó la creación de los falansterios, comunidades que combinaban producción, consumo y vivienda, reunidos en un orden que llamó Armonía y se transformaría en una nueva organización social.

Como parte de esa arquitectura, Fourier le otorgó al amor y al placer un lugar importante. Y lo hizo de tal forma que podría camuflarse en cualquier conversación del siglo XXI. “El tema [del amor] parece frívolo a esos civilizados que [lo] relegan al rango de cosa inútil y lo hacen, bajo la autoridad de Diógenes, ocupación de los perezosos. Tampoco lo admiten más que a título de placer constitucional sancionado por el matrimonio; no sucede lo mismo en la armonía, donde, al volverse los amores asunto de Estado y fin especial de la política social, debe darse necesariamente gran importancia al amor, que en efecto retiene el primer rango entre los placeres” (Feminismos para la Revolución, de Laura Fernández Cordero, Siglo XXI). El nuevo mundo amoroso coincide, en cierta forma, con la propuesta de la feminista bell hooks de devolverle al amor un lugar relevante en las reflexiones de los movimientos contra la opresión.

Fourier se lo tomaba en serio y exploró problemas que hoy parecen recién descubiertos, como el placer entre personas que se consideran “pasadas” de la edad para el goce. “Hacer por los viejos aún mucho más de lo que la civilización hace por los jóvenes es una brillante perspectiva para unos y otros”. Así como no estaba en sus planes respetar los límites etarios, tampoco contemplaba las normas que ordenaban las relaciones sexoafectivas. Aspiraba a no definir las relaciones ni las características personales con los binarismos masculino/femenino, hablaba de amores ambiguos y auguraba un futuro safiano (amor entre mujeres), cuando “cesen todas las desconfianzas y enemistades femeninas (...) no será extraño que todas o casi todas se entreguen a una intimidad que es ya tan común en los lugares en que son más cultas”. (Cuando habla de “cultas” se refiere a las jóvenes parisinas, a quienes los periódicos señalaban con preocupación por su “inclinación” a la homosexualdiad.)

Una chalina violeta y la felicidad en la tormenta

La previa de los Juegos Olímpicos de Tokio estuvo marcada por algunos debates sobre la cosificación y la sexualización que denunciaron varias deportistas. Entre ellas, el equipo femenino noruego de handball de playa (que se prepara para ser disciplina olímpica) se negó a usar la bikini obligatoria en el mundial. En ese momento, las multaron y amenazaron con descalificarlas. Pero, ¿saben qué? La Federación Internacional de Handball tuvo que aceptar que, a partir de ahora, las jugadoras usen shorts ciclistas (calzas) y tops que cubran todo el torso. Esta vez el partido más importante se jugó fuera de la cancha y ganaron.

Cuando Ilse Fuskova fue a almorzar con Mirtha Legrand a comienzos de los años 1990, alabaron su chalina violeta en una recepción tan incómoda como amable. La escena está recuperada en el documental Ilse Fuskova, de Liliana Furió en codirección con Lucas Santa Ana, estrenado en el festival Asterisco. El documental va hacia adelante y hacia atrás en una vida multifacética. Una azafata un poco rebelde que un día se cruza con la revista Chicas y y cree que ella podría escribir; se transforma entonces en una periodista, una fotógrafa, una feminista, una activista lesbiana y la lista se alarga como sus seudónimos y apellidos, cual marcas de épocas.

Sus pasos militantes se mezclan con hitos del movimiento feminista y LGBT en Argentina: Cuadernos de existencia lesbiana, oradora en la marcha del Orgullo en San Francisco (Estados Unidos), primera marcha del Orgullo en Buenos Aires, discusiones fuera y dentro del movimiento. En una entrevista, Ilse comenta “me interesan muchas cosas, sobre todo la aventura de envejecer”. Aunque ella dice que su vida es simple, que no es alguien excepcional, su nueva aventura se suma a todas las que le dieron formas nuevas a su vida y, con su lucha y la de sus compañeras y compañeros, a las nuestras.

Empecé a leer Vivo más feliz en la tormenta. Cartas a amigas y compañeras de Rosa Luxemburgo (Rara Avis). La compilación pone la lupa sobre las cartas de Rosa a otras mujeres, con quienes comparte la lucha revolucionaria y sirven de radiografía de las ideas, las sensibilidades y relaciones. El registro rioplatense de la traducción nos acerca todavía más, creo, a Rosa. Esther Díaz escribe en el prólogo que Rosa derrama amor mientras navega la tormenta, incluso en la cárcel, ama muchas cosas: “la causa revolucionaria, las huertas, los amantes, la amistad, las manifestaciones artísticas y, de modo entrañable, ama a Mimi” (su gata).

El apartado que titula el libro reúne cartas de Rosa de 1910 y 1911. Como resumen las líneas previas, en Berlín se había llevado a cabo en marzo “el paseo por el derecho al voto” con 150.000 participantes, Rosa había publicado “¿Cómo seguir con la lucha por el derecho al voto?”, en el que alentaba las huelgas y manifestaciones en contraposición al “desgaste” parlamentario que proponía Karl Kautsky. Este era solo uno de los debates que atravesaban a la socialdemocracia y empezaban a verse los chispazos previos a la Primera Guerra Mundial.

En las cartas, siempre empapadas de discusiones políticas, se filtran conversaciones de amigas, pedidos de ayuda y consuelos en ambas direcciones. “Me puso triste que te hayas tomado tan trágicamente el asunto del editorial, mientras que yo me lo tomé a la ligera”, le escribe a Clara Zetkin, “Klarita” en su correspondencia. En ausencia de archivos a la mano (ni hablar de Google), Rosa le pide ayuda para recordar “¿cuándo (en qué año) hubo aquí en Berlín simultáneamente movimiento de desocupados y manifestaciones por el derecho al voto? ¿Te acordás?” […] ¡Contestame enseguida!”. En la única carta que incluye a un varón, Robert Seidel, esposo de Mathilde, Rosa les cuenta que la atrapó una nostalgia por Suiza pero, al mismo tiempo, “estoy conforme en lo personal, es cierto que vivo más feliz en la tormenta”. Y así lo confirmó hasta que fue asesinada. En su última carta a Clara, le dice que solo ve su casa unas horas durante la noche y se despide sin terminar todo lo quería contarle: “Debo terminar por hoy. Te abrazo miles de veces. Tuya. R.”. Clara escribió una respuesta, que nunca llegó a leer y empezaba diciendo “¿Te llegará esta carta, te llegará mi amor todavía, alguna vez?”. Es una carta a Rosa pero también a ella misma y a sus compañeras y compañeros que se preguntan si podrán vivir sin ella. “Te abrazo fuerte, fuerte, contra mi corazón. Siempre tuya. Clara”.


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