“A nadie le importa la clase trabajadora de este país, y a alguien debe importarle”. Esto le dice Susan McIntyre a un periodista que la entrevista antes de entrar a los tribunales donde va a desarrollarse el juicio que investiga la responsabilidad de empresarios y políticos en la contaminación de su ciudad. En realidad, es una escena de Ciudad tóxica (Netflix), una miniserie basada en hechos reales.
Ciudad tóxica sigue a un grupo de mamás que se organizan porque sus hijos e hijas nacieron con malformaciones y problemas de salud. Empiezan preguntándose “¿es mi culpa?” y terminan consiguiendo un fallo histórico que responsabiliza al concejo municipal de la ciudad de Corby. Con ese fallo de 2009, un juzgado inglés reconoció por primera vez la conexión entre los problemas de salud de la población y el manejo negligente de materiales tóxicos.
La serie se toma algunas licencias dramáticas para contar la historia pero no huye de las contradicciones. Sería más fácil contar una historia sobre la pandemia de pobreza que siguió al cierre de la empresa de acero British Steel y no hablar de los costos de la “recuperación”. También sería más cómodo alumbrar solamente el aspecto ambiental sin subrayar los intereses que se privilegiaron en las decisiones políticas y económicas. Pero la serie no hace nada de eso; no es un problema abstracto de ambiente versus economía sino de empresas y políticos (que trabajan para ellas) versus la vida de las familias trabajadoras.
Personajes como Susan o Tracey no son azarosos ni especiales. Las mujeres son mayoría en los colectivos contra la contaminación y en general en las luchas ambientales. Su participación en la vida de los barrios, las ciudades, los pueblos, su protagonismo en las tareas de cuidados (no solo familiares sino también comunitarias) las coloca en lugares estratégicos para señalar y denunciar la destrucción ambiental. Una referencia argentina, muy parecida a las mamás de Corby, son las Madres de Ituzaingó, que luchan hace años contra la fumigación con agrotóxicos.
El de Corby es un caso de “garantismo hacia los poderosos”, una idea del jurista italiano Luigi Ferrajoli. Ese garantismo consiste en que lo que los poderosos “‘arruinan’ es difícilmente individualizable, por ende, culpabilizable (...) no es Elon Musk en persona el que contamina el resto del mundo. Es complicado, son crímenes que Ferrajoli llama ‘crímenes de sistema’”. Lo que pasa en Ciudad tóxica es algo así o, en palabras de Friedrich Engels, un “crimen social”. Y ese crimen social no empezó cuando la empresa encargada de limpiar los terrenos envenenó el aire porque perdía plata tomando precauciones; empezó mucho antes, cuando le quitaron a miles de personas los medios de existencia indispensables; un crimen, dice Engels, “más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino”.
La precuela de Ciudad tóxica
En su primer discurso como primera ministra, Margaret Thatcher le dedicó varios pasajes a su guerra contra los sindicatos y la clase trabajadora. En ese mismo año 1979, la siderúrgica de propiedad estatal British Steel anunció que eliminaría la mitad de los puestos de trabajo porque la actividad “ya no era rentable”. A los dirigentes de la conferencia de sindicatos del hierro y el acero les gustaban más los despachos que la calle pero el 2 de enero de 1980 empezó la primera huelga del sector desde 1926.
Hasta las huelgas mineras de 1984 fue la acción obrera más grande de la era de posguerra británica. Al principio, el gobierno dijo que era un “problema privado” entre empleados y empleadores (¿te suena?) pero más tarde se conocieron documentos secretos que mostraban su involucramiento. En un memo confidencial de Keith Joseph, entonces secretario de Industria y asesor de Thatcher (su “amigo político más cercano” dijo alguna vez) se podía leer: “la actitud del gobierno será una prueba crucial de nuestra determinación de frenar la inflación y el gasto público (...) Será de suma importancia para intentar evitar la huelga o, si llegara a ocurrir, contenerla y derrotarla, ganar el apoyo de la opinión pública”.
La huelga duró 13 semanas y unos 100 mil trabajadores y trabajadoras se unieron en acciones locales y nacionales, los principales reclamos eran aumento salarial y la defensa de los puestos de trabajo ante el anuncio de cierre de diferentes plantas. Fue el caso de Corby, donde la huelga fue acompañada por familias, vecinos y vecinas, organizados en el Comité de Acción de Corby.
Pueblo fantasma
En 1979, la mitad de la fuerza de trabajo de Corby estaba empleada en el acero. No eran solo operarios, también había oficinistas, telefonistas, trabajadoras de la limpieza o que atendían las cantinas donde comían todos los días miles de empleados y empleadas. Las mujeres cobraban salarios más bajos y mantenían los hogares, incluso durante la huelga y posteriormente cuando el desempleo superó el 30 %. El acero había transformado un pequeño pueblo rural en un centro industrial que atrajo miles de familias escocesas durante la crisis de los años 1930. Por eso a Corby se la conocía como “pequeña Escocia”.
Aunque la imagen del acero era la de un obrero con casco y mameluco, los piquetes estaban llenos de mujeres. La revista socialista Womens Voice entrevistó a varias en su número de febrero de 1980. “[Thatcher] dijo que nunca cedió a un sindicato pero va a tener que hacerlo”, decía Karen Locker que trabajaba en una cantina (aunque la dirección del sindicato no tenía experiencia combativa por abajo sobraba convicción y entusiasmo). En esa misma entrevista, Karen responde a los medios que victiminizaban a las mujeres y no las mostraban como ellas se veían, como luchadoras por cuenta propia: “las mujeres pelearon por la igualdad de derechos (...) Tenemos que participar en todos los aspectos de la lucha. Creo en la causa por la que estamos peleando”.
En 1980 cuando cerró la planta en Corby, se perdieron 10 mil puestos de trabajo directos, muchos trabajadores estaban desempleados por primera vez en su vida. El pueblo se llenó de casas y escuelas vacías, la mayoría sobrevivía gracias a la solidaridad y compras comunitarias en comercios locales. Este escenario desesperante allanó el camino para “soluciones” como reconvertir viejos terrenos industriales contaminados en emprendimientos inmobiliarios. Las autoridades locales decidieron ser más laxas (por decir lo menos) en los controles a las empresas. La arquitectura de regulaciones privilegió los negocios sobre la vida de la población de Corby y las empresas tuvieron de su lado el “garantismo de los poderosos”. Lo que no pudieron evitar fue la organización de un grupo de mujeres que, como decía la trabajadora en los piquetes de 1980, creían en la causa por la que estaban luchando.
Toque de queda, relatos y mentiras oficiales
En 2014, La Bestia Equilátera publicó en castellano Toque de queda (The Curfew) del escritor estadounidense Jesse Ball. En la novela, la ciudad de C es gobernada por un régimen totalitario, con policías secretos que abandonaron los uniformes y se mezclan entre la multitud para vigilar con mayor eficacia. El régimen autoritario ¿nació de un gobierno derrocado? ¿de un golpe de estado? Nadie lo sabe, lo único seguro es que la democracia se fue erosionando. “El gobierno no había emitido ningún comunicado oficial al respecto. No había toque de queda. Solo una declaración: LOS BUENOS CIUDADANOS PASAN LA NOCHE EN LA CAMA”. Cómo les gusta a los gobiernos autoritarios decir quiénes son y qué hacen los buenos, ¿no? No quiero spoilearte la novela, ojalá te den ganas de leerla. Los libros de Jesse Ball siempre respiran política pero nunca te tiran un panfleto por la cabeza. En sus páginas vas a encontrar espacio para pensar y preguntarse cuáles son las formas de resistencia cuando el poder quiere imponer el silencio y el miedo.
Hablando de democracias erosionadas, la semana pasada en nuestro programa de radio El Círculo Rojo hablamos sobre cómo se justifica una represión y qué relatos oficiales construyen los gobiernos. Aprovecho para contar que este año empezamos la octava temporada en Radio Con Vos y ahora estamos los sábados de 12 a 14 horas.
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