El pánico demográfico es una de las obsesiones favoritas de las derechas contemporáneas. Los discursos natalistas se mezclan con xenofobia, racismo, con la irritación patriarcal que provoca la movilización de las mujeres y las personas LGBT y todo lo que cuestione los roles de género tradicionales.
La socióloga española Sara Lafuente Fuentes explica que “el discurso de la natalidad está claramente atravesado por un eje fundamentalmente racista, en el que un tipo concreto de criaturas son buscadas, deseadas y se anima a tenerlas —en teoría— y otro tipo no son bienvenidas y se las expulsa”. Nuria Alabao, periodista y antropóloga también del Estado español, subraya que “la noción de que no nacen suficientes niños, de riesgo demográfico, pretende instalar una idea de pánico sobre el futuro de la nación. Es reaccionario porque siempre implica unas directrices sobre quién puede reproducirse legítimamente, y quién no o qué tipos de niños hacen falta –blancos, nacionales–”.
En una escena de la serie Vientos oscuros (en Netflix) una enfermera le dice a una mujer embarazada que tenga al bebé en su casa para evitar que le crucen las trompas sin su consentimiento. Se lo dice en diné (lengua navaja) delante del médico estadounidense que no entiende una palabra de lo que hablan. Vientos oscuros es una ficción, un drama policial que transcurre en la Nación Navajo (entre Arizona y Nuevo México en Estados Unidos) en los años 1970, pero la advertencia de la enfermera es una historia real.
Las esterilizaciones forzadas de las mujeres de pueblos originarios de Norteamérica son directrices sobre quién puede reproducirse legítimamente y quién no. Y muy frecuentemente, los sectores que vieron con buenos ojos esas prácticas se solapan con aquellos preocupados por la baja tasa de natalidad (de las mujeres blancas, aunque no lo dicen así siempre) y se oponen al derecho al aborto. ¿Por qué alguien desesperado por la natalidad o que rechaza al derecho al aborto, alguien que -se presume- quiere que nazcan más personas, estaría de acuerdo con las esterilizaciones forzadas? ¿Qué tienen en común estas posturas? Limitar la autonomía de las mujeres.
Control
La esterilización forzada fue utilizada como una forma de control sobre poblaciones consideradas “indeseables”. Durante el siglo XX, treinta y dos estados de Estados Unidos desplegaron programas con fondos federales (es decir, con apoyo de la Casa Blanca y el Congreso) para realizar ese tipo de procedimientos sin consentimiento.
Durante las décadas de 1960 y 1970 el Instituto de Salud Indígena fue responsable de la esterilización forzada de una de cada cuatro mujeres nativas americanas de Estados Unidos, sin su conocimiento ni consentimiento. La historiadora Jane Lawrence recopiló durante años testimonios de mujeres a las que les practicaron ligaduras de trompas e histerectomías con mentiras y desinformación. Muchas ni siquiera sabían que las habían operado y se enteraban recién cuando consultaban por qué no podían embarazarse.
Esta política “sanitaria” fue parte de la aniquilación y asimilación de los pueblos nativos americanos y aunque también se realizaban procedimientos en varones, el blanco del control poblacional fueron las mujeres. “Algunos [médicos del Instituto]”, escribe Lawrence, “no creían que las nativas americanas y otras mujeres de minorías étnicas tuvieran la inteligencia necesaria para utilizar métodos de control de natalidad y que ya existían demasiados individuos de minorías provocando problemas para el país”. Se calcula que entre 1970 y 1976 entre el 25 % y el 50 % de las nativas americanas fueron esterilizadas.
El estado de Carolina del Norte llegó a esterilizar casi 8 mil personas (mayoritariamente mujeres) amparado en leyes eugenésicas que sostenían que ciertas poblaciones no debían reproducirse (especialmente no blancas, aunque algunos sectores también creían que era positivo reducir la natalidad de las mujeres pobres, incluyendo a las blancas). En otros estados del sur, las mujeres negras sufrieron histerectomías innecesarias realizadas por estudiantes de medicina, conocidas como las “apendicectomías de Mississippi”. En California, se realizaron esterilizaciones forzadas de mujeres y varones durante 70 años. Las poblaciones más afectadas fueron las de origen asiático y mexicano. La noción de control era tan fuerte que los abusos continuaron incluso después de aprobar leyes contra las esterilizaciones forzadas en 1974. El racismo y la idea de poblaciones que representaban una “amenaza” se mantuvieron intactos y eso permitió que siguieran existiendo prácticas similares.
También se utilizaron mecanismos presentados como no forzados pero imposibles de definir como “libre elección”; es lo que pasó en Puerto Rico. La antropóloga Iris López explica que los programas “desarrollados en un contexto colonial y eugenésico sostienen que algunas personas son más aptas para reproducirse que otras y las personas latinas pobres en una llamada nación subdesarrollada no lo son”. Muchos testimonios apuntan a que no se les ofrecían alternativas, muchas terminaban aceptando porque les decían que era el único método anticonceptivo. El resultado: las puertorriqueñas tienen una de las tasas más altas de esterilización documentada en el mundo (se estima que durante la colonización de Estados Unidos, dos tercios fueron esterilizadas antes de los 30 años).
Este ejercicio de control estatal provocó varios debates en el movimiento feminista de Estados Unidos durante los años de mayor movilización. Las organizaciones predominantemente blancas, como la NOW (National Organization for Women), se resistían a incorporar el rechazo de las esterilizaciones forzadas porque creían que eso representaría un obstáculo para las mujeres que elegían realizar esos procedimientos de forma voluntaria y para el acceso a los métodos anticonceptivos en general. Visiones como estas reducían la experiencia de la opresión de género a un universalismo blanco y de clase media. Las feministas latinas, afroamericanas y socialistas señalaron -primero en soledad- una combinación específica de la opresión de género, clase y raza en las sociedades capitalistas, soslayada por las dirigencias de los movimientos nacionales o antirracistas y por muchos grupos feministas blancos.
De estos debates surgió la demanda de derechos reproductivos, que incluye tanto el derecho al aborto como el rechazo a las esterilizaciones forzadas y cualquier otra política de control. Ambos reclamos se anudan en la lucha por la autonomía de las mujeres y las personas con capacidad de gestar, un punto de partida elemental de la lucha contra la opresión.
Protagonistas de su propia historia
Algo que me gustó de Vientos oscuros es que las mujeres del pueblo navajo no son retratadas como víctimas, aunque hayan sufrido vejámenes como las esterilizaciones y la violencia en los internados para asimilar a niños y niñas indígenas (una política racista también utilizada por el Estado contra los pueblos nativos de lo que hoy es Canadá). Después de la primera temporada, uno de los creadores de la serie Chris Eyre, de herencia cheyene y arapajó, contó que recibió varias críticas de televidentes navajos sobre la representación de la cultura diné e invitó a personas de ese pueblo para discutirla y repensarla.
Así en la segunda temporada se pueden ver algo más que creencias sobrenaturales. Por ejemplo, como contracara de la tragedia de las esterilizaciones se despliegan ceremonias como la Kinaaldá, una celebración de las adolescentes navajas después de la primera menstruación, en la que las mayores las acompañan a emprender el camino hacia la adultez. La reflexión sobre la representación de las mujeres diné me recordó algo que dijo la creadora de la serie We Are Lady Parts sobre una banda punk de chicas musulmanas de Londres, cuya motivación había sido el hartazgo de “narrativas estereotipadas de las mujeres musulmanas en los medios [que las presentan] como víctimas oprimidas, sin voluntad ni individualidad”.
Contar otras historias, mostrar otras imágenes de cómo ser una mujer nativa americana (o latina o musulmana), disputar las representaciones que las invisibilizan o las mantienen en la periferia de las víctimas y los objetos, es parte de las luchas por el derecho de todas las personas a vivir sus vidas en libertad, sin tutelajes estatales ni restricciones políticas o económicas. Como la lucha por la autonomía, esa libertad plena solo puede empezar a escribirse en un mundo sin opresión ni explotación, pero esa es una historia mucho más larga.
La bibliografía obligatoria de esta entrega es una película: Vice (en castellano circula como El vicepresidente: más allá del poder o El vicio del poder -esta versión me gusta más porque se acerca al juego de palabras original, vice también significa vicio en inglés). Es una especie de biopic bastante singular en su género, que cuenta la vida de Dick Cheney, recientemente fallecido. Fue escrita y dirigida por Adam McKay (es mejor que Don’t Look Up/No miren arriba), Cheney está interpretado por Christian Bale (un diez). Con sátira, denuncias, incursiones de novela gráfica y un falso tono documental, Vice retrata su ascenso como vicepresidente de George W. Bush (muchos los definieron como el arquitecto de la administración) y su papel en la invasión en Afganistán e Irak a comienzos de los años 2000 y lo que se conoció como la “guerra contra el terrorismo”. Un meme informó su muerte con la frase “Dick Cheney invade el infierno. Allí tampoco lo quieren”.
Parroquiales. Las elecciones legislativas en Argentina (parece que pasó medio siglo pero no) dejaron muchos balances y un dato que quizás pasó desapercibido: ¿se viene un bloque evangélico en el Congreso? Sobre eso hablé en nuestro programa El Círculo Rojo. Nos ves y nos escuchás los sábados a las 12 en Radio Con Vos y, si tenés ganas, podés sumarte a nuestra comunidad (nos ayudás con lo que podés y a cambio hay algunas sorpresas y descuentos). Si querés contarme algo, escribime respondiendo este correo y acá podés leer las entregas anteriores.

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