Las elecciones locales de la ciudad de Nueva York revivieron la campaña para derogar el voto femenino en Estados Unidos #repealthe19th (por la enmienda 19, que habilitó a las mujeres a votar -blancas, el resto tuvo que esperar-). Apareció por primera vez en 2016, cuando se difundió un mapa que mostraba que si solo votaran los varones, el triunfo de Donald Trump sería aplastante. Trump ganó esas elecciones y las de 2024 (en ambas hubo brechas de género, que rara vez explican los resultados por sí solas). La victoria de Zohran Mamdani hace unas semanas reavivó la campaña (sobre todo por el apoyo del 84 % de las mujeres entre 18 y 29 años) y recordó que la idea de derogar el voto femenino no expresa únicamente una frustración electoral, convive con prejuicios misóginos y narrativas conservadoras que apelan a la nostalgia, la vuelta de los roles de género de tradicionales y la biología (como símbolo de un “orden natural” que desmiente cualquier cuestionamiento de los feminismos y el movimiento LGBTQI+).
“En este momento existen estadísticas que muestran que tanto la tasa de natalidad como de matrimonio están bajando”. Parece algo dicho en un streaming en 2025, pero lo dijo Charles Hobhouse del partido liberal inglés en 1900 y algo (evidentemente es una obsesión inoxidable). El parlamentario conservador Frederick Banbury decía que las mujeres estaban “afectadas por ráfagas y oleadas de sentimientos”. Te suena porque se parece a cosas que escuchás hoy, traducciones de argumentos clásicos contra el sufragio femenino del siglo XIX o XX: ausencia de racionalidad, inferioridad, fragilidad e inclinación natural al hogar.
Un látigo, un ladrillo y tres ventanas rotas
En noviembre de 1909, Winston Churchill se dirigía a un acto en el teatro Colston de Bristol (Reino Unido). Antes de llegar, una mujer lo abordó con un látigo y le dijo: “¡Esto es en nombre de las mujeres insultadas de Inglaterra!”. Theresa Garnett tenía 21 años y era sufragista. Cuando la detuvieron le pidieron sus datos y dijo que se llamaba “Derecho al voto para las mujeres”. La trasladaron a la prisión de Horfield. No fue la única. Ellen Pitman había intentado enviarle un mensaje a Churchill con un ladrillo a través de la ventana del correo, Vera Wentworth había roto algunas ventanas en el Club Liberal, Mary Sophia Allen y Jessie Lawes en la Cámara de Comercio. Todas eran sufragistas. Mi favorita es Mary Sophia, que ya tenía varias entradas a la cárcel, y cuando la mandaban a remendar las camisas de los presos les bordaba a todas “Derecho al voto para las mujeres”.
Que te arrestaran siendo sufragista durante la primera década del siglo XX en Gran Bretaña significaba casi siempre terminar alimentada a la fuerza y otras torturas diseñadas para quebrar la moral de un movimiento insoportable para los gobiernos y la mayoría de los partidos. Churchill no era de los opositores más acérrimos, pero lo irritaban las movilizaciones y la persistencia de las sufragistas. Su postura encajaba en la época y llegó a votar algunas reformas acompañando a su partido cuando se volvió inevitable aunque nunca las apoyó. ¿Por qué recibía latigazos entonces? Sí, en plural porque el de Theresa no fue el único, también lo azotó con el látigo en 1910 Hugh Franklin, un aliado de la causa femenina, en repudio al maltrato a las sufragistas en las movilizaciones -como el “viernes negro” de ese año- y en la prisión. Curiosamente en la entrada de Wikipedia de Churchill solo consta este último.
Para las sufragistas, era el símbolo del poder que les negaba a las mujeres un derecho mínimo. Hay una cita que circula bastante de Winston Churchill sobre el voto de las mujeres: “el movimiento por el sufragio femenino es solo la punta del iceberg, si permitimos que las mujeres voten significará la pérdida de la estructura social y el ascenso de toda causa liberal bajo el sol”. Y aunque hay varias versiones, una carta de 1897 confirma que no desentonaba con su postura: [el voto femenino es] “contrario a la ley natural y la práctica de los estados civilizados; que solamente la clase más indeseable de mujer quiere el derecho; que aquellas mujeres que cumplen con su deber para con el estado, a saber, casarse y tener hijos están representadas adecuadamente por sus maridos; que aquellas que no están casadas solo podrían reclamar el derecho en nombre de la propiedad…”. Un combo clásico: leyes naturales, mujeres indeseables, mujeres que cumplen con su deber, derecho y propiedad.
Esas dos ideas explican la esencia de la resistencia del régimen a las sufragistas. Eran un movimiento que dislocaba el orden social, cuestionaba una jerarquía (de género) que apuntalaba otras (sobre todo de clase, pero también de etnia u origen), el derecho al voto era la punta del iceberg. Churchill tenía razón, para muchas sufragistas también lo era. De hecho, varias alas del movimiento peleaban por el sufragio universal y su impugnación no se limitaba a la discriminación de género, también impugnaban la de clase. Era el caso de la organización que dirigía Sylvia Pankhurst, primero rama independiente y más tarde expulsada de la Unión Política y Social de Mujeres (WSPU, por sus siglas en inglés, el grupo más conocido, marketinero y también más conciliador del movimiento), que abogaba por conseguir primero el derecho en los mismos términos que los hombres (es decir, sin cuestionar que solo votaran los propietarios). Churchill se oponía al sufragio universal, en 1912 se refirió así sobre un proyecto en discusión: “la verdad es que ya tenemos suficientes votantes ignorantes y no necesitamos más”. La democracia y los poderosos nunca se llevaron bien.
En el diario hablaron (mal) de vos
Los diarios fueron un elemento clave de las tensiones entre el régimen y el movimiento sufragista, y para construir la narrativa de “reclamo irracional de un grupo de mujeres histéricas”. En general, eran muy mal vistas, la militancia por el voto se consideraba inútil y una expresión extrema de histeria femenina.
El latigazo de Theresa fue presentado como la acción de una “sufragista frenética”. Frenéticas, desesperadas, histéricas eran los adjetivos más utilizados por la prensa. Se habló del “estado de excitación” de Theresa Garnett, “gritaba frenéticamente y evidentemente estaba fuera de sí”; Churchill agregó: “fue solamente una de esas mujeres tontas”. Un médico consultado por un diario explicó que el sufragismo era una “enfermedad nerviosa”, “una muchacha es terriblemente susceptible a los ‘gérmenes’ de la neurastenia sufragista que avanza rápidamente en su sangre”. Decían que eran mujeres masculinas, que expresaban un rechazo a la feminidad heredada de la era victoriana, con la que la mayoría de las personas estaba familiarizada. Existía un consenso alrededor de que el cerebro femenino era más proclive al matrimonio, los niños y la moda y que la política era algo antinatural para las mujeres.
La acción de Theresa alimentó el escándalo que le encantaba a los periódicos pero también consiguió amplificar y popularizar la lucha. Durante el juicio, mucha gente se acercó a escuchar los alegatos, los diarios describían salas llenas de mujeres que aplaudían y gritaban cada vez que se defendía, escalinatas bloqueadas por las manifestaciones. Theresa explicó que Churchill representaba “un gobierno cobarde e injusto” y que “cuando exigimos el derecho al voto, usan la coerción contra nosotras. Arrestaron y encarcelaron a nuestras delegaciones. Nos expulsaron despiadadamente de las reuniones”. En otra oportunidad declaró: “no fui más allá de lo que el gobierno nos ha empujado a ir, y no iremos más allá de lo que nos obliguen; ellos son los responsables de todo esto”. Cuando salió de prisión la esperaba una pequeña manifestación y un cronista le preguntó si seguiría activa: “ciertamente, más determinada que nunca”. Theresa recibió la medalla “Holloway” que premiaba el valor y tenía tres barras plateadas que representan los tres periodos que estuvo presa por su militancia. Se alejó de la WSPU por diferencias políticas, nunca abandonó la pelea por la igualdad.
Burlarse, denigrar o despreciar las luchas contra la discriminación y la opresión son cosas que hacen los gobiernos, sus funcionarios y las clases dominantes hace siglos. “Parásitos mentales”, “virus woke”, artículos titulados “Un estudio reveló que las mujeres de derecha son más hermosas que las de izquierda” o “Cómo arruinó mi vida el feminismo” son solamente nuevas versiones de viejos discursos. No se borran ni se disuelven con el tiempo, no evolucionan ni desaparecen, solamente se debilitan cuando se los enfrenta, cuando se pone el cuerpo, cuando se discuten los prejuicios y se defienden las ideas, aun a contracorriente o cuando parece que hace más ruido el relato de lo que pasa que lo que pasa en realidad.
Parroquiales. El streaming de Casa Marx Rosario organizó un programa especial en vivo, con público y cerveza, así que estuve por ahí. Si estás con ganas de escaparte un rato de la coyuntura furiosa, Daniel Schreiner (El Ciudadano) y Martín Stoianovich (La Capital) hablaron de periodismo, narcos, policías y política y con la escritora Melina Torres charlamos de todo lo demás. Y por si te lo perdiste, hablé de monjas y la fantasía de escapar de la insatisfacción contemporánea en El Círculo Rojo. Nos ves y nos escuchás los sábados a las 12 en Radio Con Vos y, si tenés ganas, podés sumarte a nuestra comunidad (nos ayudás con lo que podés y a cambio hay algunas sorpresas y descuentos). Si querés contarme algo, escribime respondiendo este correo y acá podés leer las entregas anteriores.

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