El techo de cristal es una metáfora que visibiliza los obstáculos que impiden a las mujeres llegar a lugares de poder y de decisión. Tuvo su época dorada como “agenda” feminista en los años ‘80 y ‘90, pero algunas empezaron a mirarla de reojo: supuestamente era de todas pero dejaba a muchas afuera. Romper el techo de cristal era para “mujeres más bien privilegiadas, con buena formación, y que ya poseen grandes cantidades de capital cultural y de otro tipo”, así lo explicó la feminista estadounidense Nancy Fraser. Siempre hay una excepción, la chica de barrio que llega a un cargo alto y la estudiante que se esfuerza y se convierte en CEO pero, en general, las que rompen el cristal, son bastante parecidas entre sí. Algo de eso muestran las entrevistas que leemos en Rompimos el cristal (Paidós), de Carolina Castro, la primera empresaria en llegar a la mesa chica de la Unión Industrial Argentina.
El libro empieza con una anécdota: en una reunión en la Quinta de Olivos entre el presidente, funcionarios, cámaras empresarias y la CGT, Carolina Castro fue la única mujer de la foto. La presencia de empresarias creció en las últimas décadas (aunque sigue siendo minoritaria), pero eso no tuvo impacto en la vida de la mayoría de las mujeres. ¿Se debilitaron los prejuicios? Sí, pero también integrar a una minoría a su mesa chica representó un rédito para las clases dominantes; las que llegan se transforman en ejemplo de que es posible ser iguales (en un mundo desigual). Por el techo de cristal se colaron la meritocracia neoliberal y la justificación de una sociedad donde solo algunas pueden llegar al techo y romperlo, mientras la mayoría nunca sale del sótano.
Las entrevistas más reveladoras del libro son con empresarias (hay mujeres del arte, la cultura y la política). No es común escucharlas, menos a las que como la propia Castro, Paula Altavilla o Rosario Altgelt, están al frente de compañías en sectores clave (industria las dos primeras, servicios, la última). No desconocen que su realidad es diferente a la de la mayoría, pero la explicación de su éxito la encuentran en el esfuerzo personal, medido más en comparación con el de sus compañeros de clase y menos con el de sus pares de género. El nombre de Rosario Altgelt me sonó por el comunicado de Latam en junio 2020: “este es un mensaje que nunca hubiese querido tener que enviarles”, y que decía cosas como, “se impidió la ejecución de los cambios estructurales necesarios para garantizar nuestra continuidad”, cuando la empresa decidió cerrar sus operaciones en el país. Culpaba a las trabajadoras y los trabajadores por no aceptar peores condiciones laborales para que la empresa pudiera competir con las aerolíneas low cost.
“Me motiva muchísimo esto de llevar a la gente a cumplir sus sueños”, dice la CEO de Latam. Por supuesto, se refiere a quienes pagan el pasaje, porque si trabajás en Latam es bastante difícil que cumplas tus sueños. Altgelt se define como una mujer que ama a su familia y a su trabajo. Para ella, “se trata de aprender a convivir con esta dualidad, de saber balancearnos entre dos áreas que amamos”. Lo que hay que reconocerle es la honestidad: “cuando hablo de la mujer, hablo sobre todo de las mujeres con poder de decisión; ese es el punto que de alguna manera más me atrae”. No es políticamente correcta, no le gustan los cupos ni el feminismo, pero intenta mostrarse empática (usa esa palabra) con algunos temas como la maternidad, dice que escucha las necesidades. Por cosas de la vida, conozco a una trabajadora de Latam, que me contó lo siguiente: “muchas veces nos vimos en la situación de tener que elegir entre un descuento o una sanción o quedarnos con nuestros hijos cuando estaban enfermos. Muchas tuvieron que pasar por situaciones de acoso, que si no hubiera sido por la organización que existía entre las trabajadoras y los trabajadores hubiera sido pasado por alto”.
Ella es de las y los que están peleando para defender los puestos de trabajo que eliminó Latam, mientras el gobierno hace la vista gorda y reactiva los vuelos. “Para nosotras y nosotros todos estos meses fueron de mucha angustia, muchas somos mujeres, madres, sostén de hogar con padres y madres a cargo, cobramos la mitad del sueldo y atravesamos embarazos con mucha incertidumbre, sobre cómo será el futuro para nuestras familias. Hasta los últimos días antes del cese de operaciones, pusimos el cuerpo para repatriar pasajeros, el maltrato es muy grande”.
Cuando le conté que había leído a Altgelt en un libro sobre igualdad, me contestó con un audio de la empresaria hablando de una asamblea de mujeres, ahí es menos elegante que en la charla con Carolina: “¿Me pueden explicar si creen que es gratis para la compañía atrasar vuelos de todo el día por una asamblea de mujeres?”, y cerraba con un, “Encima yo que soy mujer, más bronca me da porque no me banco el Día de la Mujer” (acá lo escuchan con su voz). “No hace más que confirmar lo que dijo una vez sobre una asamblea de mujeres, un paro, que hicimos un 8 de marzo, que para ella toda la cuestión de la mujer es algo que se puso de moda”, dice nuestra amiga aeronáutica.
La sinceridad de la CEO es incómoda para los sectores del feminismo que sostienen que más mujeres en los lugares de decisión representa un avance para todas. La verdad es que pasó algo diferente, ese avance fue en tijeras: mientras se consolidaron las profesionales y las políticas de los partidos tradicionales, los síntomas más agudos de la desigualdad y la opresión de las sociedades capitalistas se feminizaron. Esta realidad hizo más extendida una crítica que antes solo señalaban las marxistas o algunas tendencias anticapitalistas en el feminismo. Todavía existen ámbitos donde está naturalizado que las mujeres no entren por su género. Es uno de los testimonios vivos del patriarcado, imposible de transformar gradualmente mediante leyes y cambios culturales. Hoy lo vemos en la brecha que existe entre la igualdad formal y la desigualdad real; las empresarias van a decir que no ven que sea tan grande, que se avanzó mucho, pero las trabajadoras de Latam, las chicas que hacen delivery, las que limpian casas y cuidan hijos de otras mujeres, no tienen otra opción que verla, la vida las obliga a tener los ojos bien abiertos.
Estos contrastes renuevan preguntas en el feminismo. Una de mis favoritas la hizo la filósofa inglesa Lorna Finlayson: “La pregunta importante no es si es posible que exista un capitalismo sin discriminación de género, sino si esa sería una igualdad por la que valga la pena luchar”.
Si viste las imágenes del jueves a la madrugada, del Estado desalojando violentamente a mujeres pobres que no tienen dónde vivir con sus familias, es muy difícil imaginar una lucha contra la opresión que no empiece por estar del lado de ellas. Hasta el momento, el feminismo “de ministerios” solo respondió con silencio en situaciones como estas, en las que no hay espacios para eufemismos. Si hay un lugar en el que murió el relato del “gobierno feminista” es Guernica, donde privilegió la propiedad privada sobre la vida.
Corpiños, bolsillos y túnicas
Patricia Rolón es tripulante aérea y narra cómo funciona la “igualdad” en el cielo. Entre otras joyas, cuenta que hasta los años ‘90 en algunas aerolíneas la entrevista laboral de las mujeres era en ropa interior. No son anécdotas de antaño y algunas todavía pasan, como obligarlas a usar pollera o vestido “porque se ven mejor”.
Hablando de ropa, hace un tiempo me crucé con esta historia sobre los bolsillos, que explica por qué las prendas “de mujeres” no suelen contar con ese ítem indispensable para moverte con libertad sin que nadie tenga idea de cuánto tiempo vas a estar fuera de tu casa. Léanlo con confianza, que tiene que ver con el patriarcado.
No usan túnicas todo el tiempo, pero la Corte Suprema de Estados Unidos tiene nueva mayoría conservadora y la pluma que cambió la balanza es la jueza Amy Coney Barrett. La victoria de Donald Trump y el partido Republicano va más allá de las elecciones y el posible rol que podría jugar el tribunal. La apuesta es mucho más alta en una serie de temas que movilizan a sectores conservadores, como el acceso a la salud sexual y reproductiva, derechos de personas LGBT y la añorada reversión del fallo Roe versus Wade, que legalizó el derecho al aborto en 1973. Además de sus opiniones conservadoras en todos esos temas, Barret pertenece a People of Praise (Pueblo de Alabanza), un grupo fundamentalista católico. Se dijo que la escritora Margaret Atwood se había inspirado en ellos para escribir El cuento de la criada, pero parece que no, que el grupo de Barrett les decía criadas a las mujeres por otros motivos, reaccionarios pero distintos.
¿Sabés quiénes usaban túnicas también? Las mujeres del Ku Klux Klan. Tenían su propia organización en los años ‘20 en Estados Unidos. El centro de su trabajo estaba en las actividades sociales, que convergían naturalmente en la vida de los suburbios blancos, protestantes y, claro, racistas. La autora de este artículo (en inglés) hace una reflexión interesante sobre la ausencia casi total de críticas al racismo de ciertas alas del sufragismo y cómo, luego de la conquista del derecho al voto, se abrió un escenario en el que feminismo y racismo era un cóctel posible. Y el KKK era un lugar donde algunas mujeres encontraron un espacio para su nueva vida fuera del hogar.
No quiero despedirme con el KKK, por eso aprovecho que se habla de Aaron Sorkin por El juicio a los siete de Chicago para recomendarles una serie que escribió en 2006, Studio 60. Es como la trastienda de Saturday Night Live y territorio de las batallas culturales de la televisión. Hace poco volví a ver algunos episodios y sobrevive impecable, incluso podría decirse que tiene algo de los albores de la polarización actual, con todo el suavizante que le gusta usar a Sorkin. Si vieron The Newsroom, van a reconocer la receta y los personajes femeninos como motor de cambios y no meros objetos de deseo.
Nos vemos en el próximo y #QueSeaLey.

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