23/10/20

Una chica dice huelga

 


Bing Crosby escribió la canción ‘‘I Found a Million-Dollar Baby in a Five-and-Ten-Cent Store’’ (una traducción argentina podría ser “Me encontré una chica millonaria en el todo por dos pesos”). Siempre que sonaba la canción, mucha gente pensaba en Barbara Hutton, la heredera de la cadena de tiendas más grande de Estados Unidos.


Su abuelo Frank Woolworth había inventado la fórmula con la que hoy todavía se enriquecen gigantes como Wal-Mart: para ganar vendiendo barato hay que tener mano de obra barata. En los Estados Unidos de la Gran Depresión, era una de las pocas opciones laborales para chicas jóvenes, por eso cuando empezó la huelga de 1937 en Detroit, la mitad de las empleadas de Woolworth tenía entre 16 y 18 años, era soltera y vivía con su familia.

 

Dos días antes de que empiece 1937, un pequeño sindicato le ganó a General Motors en Flint, muy cerca de Detroit. Con el apoyo de un grupo de militantes jóvenes de la izquierda, los obreros automotrices y sus esposas mostraron un horizonte alternativo: organizarse, luchar y, sobre todo, ganar. Las tiendas Woolworth eran muy populares, en sus almacenes las familias trabajadoras habían accedido a cosas que eran exclusivas de los ricos, como los adornos de Navidad. Pero también acaparaba la producción de pequeñas fábricas y asfixiaba con sus precios bajos a los comercios locales. El ingrediente explosivo de su mala prensa era la nieta de Woolworth, la “million-dollar baby”: Barbara Hutton. Las empleadas de sus tiendas trabajaban diez horas diarias de pie y Hutton gastaba en un día dos millones de dólares en joyería.

 

Un sábado cualquiera una chica dice huelga

El 27 de febrero de 1937, las trabajadoras de Woolworth interrumpieron la actividad normal de un sábado a la mañana al grito de “Huelga”. Con el apoyo del sindicato gastronómico y los chicos que ayudaban a los clientes a cargar sus compras, cerraron las puertas del edificio de ladrillos en el centro de Detroit con clientes y gerentes adentro. Sus demandas: aumento de salario, horas extra, jornada semanal de 40 horas, uniformes pagados por la empresa, horario de descanso y reconocimiento del sindicato. El gerente dijo, “Váyanse a casa, hablamos el lunes”, pero sabían que si se iban, perdían. No tenían experiencia sindical pero habían seguido por los diarios y la radio la huelga contra General Motors. Entre sus amigos del sindicato gastronómico estaban Mira Komaroff y Floyd Loew, que habían organizado en Flint el comedor con la Brigada Auxiliar de Mujeres de Genora Johnson Dollinger.

El mismo sábado eligieron su comité de huelga, encabezado por Vita Terral. La gerencia intentó que la protesta pase inadvertida pero desde ese día, la casa central de Woolworth fue un imán para los medios y los sindicatos de todo el país. La imagen de las huelguistas era un tema en sí mismo. Por ser jóvenes, maquillarse y usar cortes de pelo de moda, los medios construyeron una imagen que inspiraba solidaridad pero también condescendencia. Las huelguistas no eran ingenuas y la utilizaron a su favor siempre que pudieron. “Cuando reconozcan nuestro sindicato en todas las tiendas, trabajaremos menos y tendremos salarios dignos”, así cerraba el primer registro de la agencia de noticias Pathé News, que se proyectaba en los cines antes de la película. El público veía chicas en huelga ocupando su lugar de trabajo mientras cantaban una canción burlándose de la heredera de la fortuna de Woolworth:

“Bárbara Hutton tiene plata, parlez vous.

Sabemos de dónde sale, parlez vous.

Nos esclavizan en Woolworth,

Lo que nos pagan es un crimen.

Hinky Dinky, parlez vous.”

 

(La melodía era de “Mademoiselle from Armentieres”, una canción popular en la Primera Guerra Mundial que adaptaron para burlarse de Hutton y su gusto por la ropa cara y las joyas.)

La revista Life les dedicó cuatro páginas tituladas “Campamento Woolworth”, donde se repetían prejuicios y lugares comunes sobre las mujeres. Pero, a la vez, llevaba esa experiencia a otros lugares, como las propias tiendas Woolworth en otros estados (así lo registró la poeta May Swenson, que fue a ver el “estilo de vida” de Nueva York y terminó publicando una foto de la lucha de clases). La historiadora Dana Frank, en un capítulo del libro Three Strikes, cuenta que el conductor de radio H. V. Kaltenborn, famoso por sus crónicas de la Revolución española, festejaba las acciones de las huelguistas, “la [central sindical] CIO debería aprender de las chicas de Woolworth sobre estrategias de huelga”. Quizás exageraba, pero lo importante era que amplificaba en todo el país la acción de una huelga que desafiaba las reglas, como ocupar propiedad privada o desconocer la prohibición de sindicalizarse.

Las “chicas Woolworth” usaron los prejuicios de la fragilidad femenina como un escudo: ¿quién iba a mandar la Guardia Nacional para desalojarlas violentamente? ¿Quién iba a ponerse del lado del dueño que todo el mundo odiaba? Uno de los enfoques más prejuiciosos para quitarle seriedad a su lucha fue decir que a las huelguistas, en realidad, les preocupaba conseguir marido y por eso se maquillaban y llamaban a sus novios, algo sobre lo que jamás se especulaba en las huelgas protagonizadas por varones. Una imagen que circuló fue la de unas trabajadoras leyendo un libro de consejos para conseguir marido. “‘Conseguir un hombre’ era de hecho una estrategia económica inteligente. Piénselo: eran trabajadoras jóvenes en la profundidad de la Gran Depresión. ¿Cuáles eran las opciones? Mantenerse solteras, seguir trabajando, afiliarse a un sindicato, hacer huelga, mejorar su salario y condiciones laborales. Ok, estaban haciendo eso”, esto lo dice Dana Frank analizando algunos discursos de los medios. Pero no todos veían lo mismo, una agencia de noticias reportó -quizás por casualidad- que una trabajadora decía al teléfono, “Por supuesto que te quiero, pero ahora estamos en huelga hasta que ganemos”.

Antes de que la gerencia cediera frente a la amenaza de una huelga nacional, otras empresas en la ciudad aumentaron los salarios y mejoraron algunas condiciones para evitar que la ola golpee a su puerta. El 5 de marzo, Woolworth accedió a todas las demandas porque no tenía muchas más opciones. Pero ninguna victoria es permanente. En Woolworth, como en otros lugares, la empresa avanzó sobre las conquistas ni bien tuvo la oportunidad, sus trabajadoras tuvieron que volver a luchar, como lo hacen hoy, en una puja incesante apoyada en ese antagonismo imposible de conciliar de forma permanente; si uno gana, el otro pierde.

La acción de las mujeres trabajadoras y de los sectores populares destierra la mezcla de prejuicios que cae sobre ellas: los de género y los de clase. Desmienten a los que decían que son el eslabón débil de una clase que, al contrario, se fortaleció de todas y cada una de sus peleas, y a las que actúan como hermanas mayoresde la sororidad y no creen que ellas son las protagonistas de su propia lucha, de la que nos enriquecemos todas las que peleamos contra la opresión.

No vayas a Buenos Aires y los ojos sobre la ciudad

“Cuando sugerí por primera vez la posibilidad de ir a Sudamérica muchos me advirtieron acerca de lo peligroso que podía ser, recordándome sus constantes revoluciones, pero yo simplemente me reí ante esta idea, diciendo que hablaban de una Buenos Aires de hace cincuenta años atrás, no de la Argentina de hoy. Sin embargo estaba equivocada, pues el Espíritu de la Revolución aún acecha a este país grande e inquieto”. La que escribe es Katherine Dreier, artista y sufragista estadounidense, que pasó por Buenos Aires durante la huelga de los Talleres Vasena, la posterior huelga general y la Semana Trágica. Era hija de una familia rica y mecenas de varios artistas, entre ellos, Marcel Duchamp, que se había refugiado en Argentina, dicen, para evadir el reclutamiento militar. Parece que el francés se aburrió someramente pero Dreier no la pasó nada mal, salvo cuando tuvo que alojarse en el Hotel Plaza, por consejo de amigos que no habían reparado en que el hotel no “alojaba mujeres que no estuvieran acompañadas por sus maridos”. Se indignaba con el machismo autóctono y la suya no era una crónica particularmente de izquierda, pero, a la vez, era crítica del aire de superioridad de su patria (que acá le decimos imperialismo). Se maravilló con la sufragista Julieta Lanteri, que organizaba mitines hasta en el subte, una de las pocas oportunidades que tuvo de ir a una reunión política, restringidas por la pandemia de 1918 y por la represión. Su ojo sobre nuestra ciudad quedó plasmado en un librito llamado Cinco meses en la Argentina. Desde el punto de vista de una mujer (1918 a 1919), publicado en Chile por Cuarto Propio.

 

Cuando Dreier visitó Buenos Aires, hacía varios años que la Policía metropolitana de Londres vigilaba con cámaras a sufragistas como ella. Bueno, no sé si como ella, porque las británicas eran un poco más revoltosas. “Scotland Yard invirtió en equipo de última tecnología – cámaras réflex Wigmore Modelo 2 y lentes telecéntricos Ross de 30 centímetros de largo – para implementar una innovadora estrategia de vigilancia fotográfica”. Esto lo cuenta Faye Ward, una de las productoras de Suffragette (Las sufragistas), una película que puso en la pantalla -inesperadamente para mí- la conexión entre la lucha sufragista y la de las obreras en el Reino Unido. ¿Por qué hablo de esto? Porque ayer la legislatura de la ciudad de Buenos Aires aprobó la regulación del reconocimiento facial. Y, la verdad, si alguien dice que la videovigilancia es “para cuidarnos”, se está perdiendo varios años de historia.

 

Si conocen gente que todavía tenga dudas sobre si la vigilancia estatal puede ser “regulada” o “menos mala”, les recomiendo que miren The Capture. Es una miniserie de BBC One (se consigue por vías alternativas) que destruye la premisa de que “todo lo que ves en una cámara es verdad” y cuenta cómo las imágenes y los algoritmos son utilizados por el Estado para contar la historia a su medida. Cuando termine, no vas a ver con los mismos ojos las cámaras que controlan nuestra ciudad.

 

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