¿Por qué siempre que se habla del derecho al aborto se lo ubica en la esfera de la familia y el amor? ¿Por qué cada vez que se habla de los derechos de personas oprimidas, como las mujeres, el terreno de debate es el de la moral y las emociones? Porque linkear estas cosas (que, en realidad, no tienen nada que ver) tiene un solo objetivo: oponerse al reconocimiento de un derecho básico a la mitad de la población que, por su género, lo tiene negado. ¿Qué más efectivo que hacerlo en nombre de la vida, el amor y la familia?
Esta semana volvieron las sesiones informativas en el Congreso con exposiciones a favor y en contra del aborto legal. Como un 2018 en loop, escuchamos conspiraciones mundiales, asesinatos, peligro de despoblación o “abortos en el minuto anterior al parto”. Los conservadores no dijeron nada nuevo y la verdad es que la transmisión de Diputados TV no tiene mucho rating. Pero lo que vemos en la pantalla es una porción de los argumentos que alimentan miedos y prejuicios, una práctica que utilizan las instituciones religiosas y los sectores conservadores hace décadas.
Bebés y familias
Entre los argumentos más utilizados está el que dice que el aborto legal impide a las mujeres ser madres. No existen datos que acompañen esa afirmación, y si observamos la tasa de natalidad de nuestro país, no ha dejado de caer en los últimos 20 años (en realidad, es una tendencia más larga con algunas interrupciones breves). Evidentemente, la prohibición (con pena de cárcel) no funcionó como contratendencia. No se conocen campañas natalistas de Iglesias y sectores conservadores, pero es visible su oposición a los métodos anticonceptivos y derechos civiles elementales. ¿Por qué? Porque lo único que molesta es la autonomía de las mujeres y las personas con capacidad de gestar, y no la cantidad de bebés que nacen por día.
“Antes del fallo, la mujer era una delincuente, iba por todas partes intentando que la operaran. Era ilegal, pero nadie intentaba detenerla. Cuando la corte dijo ‘Tenés el derecho de decidir y definir tu vida, no la religión’, eso fue inaceptable”. Esto lo dice un reverendo protestante en el documental El caso Roe (Netflix). Ahí está el verdadero problema. Cuando una persona, que según los valores patriarcales tiene un lugar subordinado en la sociedad, conquista el derecho a decidir sin tutelaje, se encienden las alarmas de las instituciones que sostienen y reproducen esos valores.
Otro argumento es la “amenaza” contra la familia, uno de los más movilizadores. Sin ir demasiado lejos, fue la idea más efectiva para movilizar contra el derecho al matrimonio entre personas del mismo género en Argentina. En una de las crónicas de las marchas de 2010, la periodista le preguntó a un grupo de estudiantes por qué marchaban. “Porque quieren destruir la familia”. En la misma crónica contaban que en las charlas de la parroquia y la escuela las habían hecho comprender que ese era el objetivo de la marcha.
Diez años después, los datos confirman que eliminar esa discriminación no representó ningún peligro para la familia, cuyo modelo arquetípico (pareja heterosexual monógama, hijos e hijas) sigue siendo dominante. No es que me parezca una buena noticia en sí misma, no es mi objetivo sostener la institución familiar, lo menciono sobre todo porque parte de las conquistas de los movimientos contra la opresión es desmontar prejuicios y mitos que se construyen para reproducir ideologías reaccionarias. Y no me parece un argumento menor, dado que la familia es uno de los pocos refugios en una vida cada vez más precaria.
Una receta vieja
La militante republicana Phyllis Schlafly se refería al movimiento de liberación de las mujeres de los años ‘60 y ‘70 en Estados Unidos como un “puñado de mujeres amargadas que buscan una cura constitucional a sus problemas personales”. No tenía ningún prurito en decir que todas las mujeres debían ser esposas y madres y que cualquier ley que estableciera la igualdad de derechos les impediría cumplir su “destino”. Su activismo conservador trascendió cuando se opuso a una enmienda constitucional por la igualdad ante la ley llamada ERA.
La “primera dama de la mayoría silenciosa” logró combinar el rechazo a esa enmienda con prejuicios que identificaban la igualdad con la eliminación de supuestos privilegios que gozaban las mujeres (quedarse en casa u ocuparse de la familia). El discurso feminista mayoritario entonces, con poca atención a los entrelazamientos entre género, clase y etnia, no respondió a la altura de esa oposición. Y eso no solo resultó en la derrota de ERA (aunque era secundario para varias alas del movimiento) sino también en obstáculos futuros en la lucha contra la opresión que se extienden hasta hoy (el más prominente, la integración de sectores del feminismo a las democracias capitalistas, que terminó legitimando sociedades profundamente desiguales aun cuando en el transcurso de estas décadas se hayan cosechado algunas conquistas).
Hoy la “defensa de la familia” es una bandera utilizada por muchos sectores conservadores. No es una coincidencia, es un modelo político basado en el movimiento “profamilia” de Estados Unidos construido justamente por Phyllis Schlafly. Sus ideas y tácticas, como la de organizar la primera marcha antifeminista con la consigna “Defender la familia”, moldearon gran parte de los valores conservadores actuales y la reacción a la movilización de las mujeres y personas LGBT: la centralidad de la familia, la recuperación del rol de la mujer como madre, y el consiguiente rechazo al derecho al aborto y la libertad sexual. ¿Saben cuándo fue el apogeo del movimiento “profamilia”? En 1973, cuando el fallo Roe vs. Wade legalizó el derecho al aborto en Estados Unidos.
Convertido en base electoral, este movimiento le dio el triunfo a Ronald Reagan en 1980 y se volvió parte de la estrategia electoral republicana. Una senadora del estado de Texas lo explica así en El Caso Roe: “te nombrarán comisionado de agricultura o encargado de las finanzas del estado debido al aborto, no porque seas bueno con los números sino por tu habilidad para lograr que aprueben leyes antiaborto”. Así de profunda fue la penetración de estas ideas. Algo similar ocurre en nuestro continente, aunque las condiciones en las que se inserta el combo religión y política tiene particularidades regionales y nacionales.
A pesar de lo insólito o engañoso de los argumentos, sigue siendo importante responderlos y, sobre todo, devolver el debate del aborto legal al terreno que corresponde, el de la política. Algo de esto se expresó en algunas exposiciones, como las de la filósofa Diana Maffía o la diputada porteña del Frente de Izquierda Myriam Bregman -para mí, las mejores-, que identificaron claramente los aspectos de fondo (como la autonomía) o los obstáculos para conquistar este derecho (como las jerarquías religiosas, sus alianzas e injerencia en políticas públicas). Pero no hay que olvidarse de que no peleamos solamente contra dinosaurios, también nos enfrentamos a sectores que no tuvieron ni tienen ningún pudor en utilizar los derechos y la vida de las mujeres según su conveniencia.
La sufragista ítalo-argentina Julieta Lanteri estuvo presente en las audiencias. Cuando me la imagino en 2020 siempre dice algo parecido a lo que dijo en 1922: “Arden fogatas de emancipación femenina, venciendo rancios prejuicios y dejando de implorar sus derechos. Éstos no se mendigan, se conquistan”.
Si lo vas a decir, decilo
No es que la derecha conservadora de Estados Unidos haya inventado algo. Cuando las mujeres exigieron el derecho al voto y nació el movimiento sufragista, un grupo reaccionó contra eso. ¿Qué hicieron? Construyeron un estereotipo para desprestigiar su lucha: la mujer que exige derechos quiere subordinar al varón. Aunque haya perdido peso, ese prejuicio sigue recreándose hasta hoy de diferentes maneras. Decían que cuando conquistáramos el derecho a votar se iba a obligar a los varones a limpiar, cuidar bebés y se les prohibiría a ellos ejercer ese derecho (pensalo dos segundos, básicamente era la vida de las mujeres). ¿En qué se diferenciaban? No tenían ningún problema en llamarse a sí mismos movimiento contra el sufragio femenino.
Una reina ¿girl power? y los huevos de Thatcher
No soy muy fan de The Crown, no porque no me gusten las ficciones de la realeza (hace algunas entregas recomendé varias). Pero la serie de Netflix explota un perfil extraño de la reina Elizabeth II, tamizado por un punto de vista que valora positivamente todo empoderamiento femenino. Vemos a Elizabeth como una joven que recibe el trono de forma inesperada para transformarse en una mujer fuerte en un mundo de hombres. No soy la primera en sospechar porque es una idea bastante instalada (y, afortunadamente, discutida).
La propia Olivia Colman, que interpreta a la reina en las últimas temporadas, se refirió a la monarca como “la máxima feminista” (hashtag corazón roto). Y la serie se encarga de alimentar esa idea, sobre todo al contrastarla con la primera ministra Margaret Thatcher, que nunca ocultó su odio por el feminismo. “Las feministas me odian, ¿no? No las culpo. Porque odio el feminismo. Es un veneno”, dijo alguna vez. En eso Thatcher se parecía más a la reina Victoria, antecesora de Elizabeth, que odiaba a las sufragistas porque eran “peligrosas” y opinaba que reclamar la igualdad les borraba lo “femenino”.
Hablando de Thatcher, en breve se inaugurará un monumento en su honor. En 2019 habían descartado instalarlo en la ciudad de Londres para evitar protestas y decidieron ubicarlo en Grantham, donde nació la primera ministra. Pero ya está organizada la ceremonia popular para cuando descubran el busto del escultor Douglas Jennings: un concurso de lanzamiento de huevos. Hace unos diez años se publicaron 25.000 páginas de archivos privados de Thatcher. Ya eran conocidas sus habilidades para el poder y su gusto por el whisky, pero salió a la luz una extraña dieta en base a huevos que cumplió estrictamente antes de asumir el poder en 1979. ¿Justicia poética? Las autoridades planearon poner la estatua a tres metros de altura para evitar el vandalismo y terminaron armando el mejor tiro al blanco de la historia. La juventud y el pueblo británico -como en otras partes del mundo- no olvidan, Margaret.
Me despido con una cita de Gandalf, no, mentira. Todo el mundo quiere que termine ya el 2020, pero antes de que llegue el 31, si les interesan estos correos, les pido (¿o invitar queda mejor?) que me manden algún comentario, crítica o recomendación para incluir en el modelo 2021. Pueden responder a este correo, escribirme a Twitter o a Instagram.

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