A esta hora, la legalización del derecho al aborto tiene media sanción en el Congreso. El proyecto presentado por el poder Ejecutivo llegó a la cámara baja con un artículo por el que presionaron los sectores antiderechos: la objeción de conciencia (que no se llama institucional, pero tiene un montón de grises que permiten a las instituciones objetar y, así, negarse a practicar interrupciones legales y voluntarias).
Alguna gente dice que es aguafiestas criticar lo posible. Pero, ¿no merece críticas un artículo que brinda herramientas para obstaculizar un derecho? No se trata solo de posibilidades. Cada vez que no se trató, no se debatió ni se votó significó muertes evitables de mujeres pobres que llegaron a los hospitales con complicaciones de abortos inseguros; mujeres presas por abortar y criminalizadas por no tener el dinero que garantiza una clandestinidad segura.
Queda por delante el Senado, donde -dice el oficialismo- estarían garantizados los votos. Si llegamos hasta acá es pura y exclusivamente por la insistencia del movimiento de mujeres, a pesar de silencios, bloqueos y cálculos políticos. Un movimiento que hizo relevante su lucha, convenció de la legitimidad de su reclamo y contagió su entusiasmo callejero a lugares increíbles. No le debemos nada a nadie, no tenemos que agradecer que se promulgue una ley que garantiza un derecho elemental, no tenemos que dejar que nos convenzan de que el piso es el techo.
Celebrar haber llegado hasta acá no impide ver los obstáculos y restricciones que facilita la objeción de conciencia que incluye este proyecto. Sobre todo porque confirma que tenemos por delante una lucha muy importante, que no reduce a este derecho: terminar con la injerencia de las instituciones religiosas en políticas públicas, la separación de la Iglesia y el Estado. No somos ingenuas, utilizaron las grandes expectativas alrededor de este derecho, por el que peleamos durante décadas, para darle otro color a un momento difícil y una agenda de austeridad, que ajustará los ingresos de las personas que trabajaron toda su vida y las que perciben asignaciones como la AUH (mayoritariamente mujeres). Para mí, celebrar es ser conscientes de nuestra fuerza y nuestras debilidades. En la primera entrega de este newsletter, escribí algo que sigo pensando: Un movimiento sin preguntas, sin discusiones, sin internas, está muerto.
Verde aborto legal
En 2018, viajé a una conferencia en Suecia y la pregunta en dos de cada tres conversaciones era: ¿por qué el pañuelo verde? Una enfermera retirada de Dublin me dijo que ella sentía que teníamos mucho en común en nuestra lucha por el aborto legal, contra la injerencia de la Iglesia católica, y pensaba que el verde (un color simbólico en Irlanda) tenía algo que ver. A ella le regalé mi pañuelo con más marchas encima, el de la media sanción del Congreso y el rechazo del Senado.
Antes de ese año, en los comercios de Once, al verde ubicado entre el 347 C y el 3415 C de la escala Pantone lo llamaban “verde Benetton”, hoy se llama “verde aborto legal”. Inundó todo: ropa, mochilas, accesorios, maquillaje, es tan fuerte que hasta el mercado hizo de las suyas. Ya era un símbolo antes de ser verde. Un pedacito de tela como el que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo se pusieron en la cabeza para denunciar la desaparición de sus hijas e hijos, de sus nietxs.
Pero el verde fue bastante pragmático. Fue en el Encuentro de Mujeres de Rosario de 2003, cuando el reclamo del derecho al aborto legal, seguro y gratuito, salió de los talleres, marchó y llegó a la tapa de diarios nacionales. Nina Brugo, abogada de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, contó que no había suficiente friselina violeta (color universal del feminismo) pero sí verde. A eso se sumó que el color no tenía identidad política en Argentina, algo que habla de la amplitud y heterogeneidad del movimiento de mujeres. Sobre esa casualidad se construyó un nuevo significado: el verde es el color del aborto legal.
La escritora Tununa Mercado escribió sobre ese triángulo verde que, ella dice, no es naturalista sino desnaturalizador: “El pañuelo verde es de tres puntas. No piensen en alas desplegadas, pobre imagen al alcance de la mano. Una de las puntas llega a la nuca, la base del entendimiento, otra se planta en la experiencia del cuerpo, la otra en la capacidad de acoplar pensamiento para reconvertir un designio claro. Es un pañuelo verde hasta que madure” .
Tununa también escribió “Hablarle a la sordera”, cuando se cumplieron diez años de la Comisión por el Derecho al Aborto (fundada en 1988). Lo rescata Mabel Bellucci en su Historia de una desobediencia: “La Comisión es un ejemplo de esa persistencia alerta, que no tiene miedo de incomodar, que no espera dar el salto para argumentar en las situaciones límites, aunque lo dé con decisión. La insistencia es alentadora y la decisión de llegar hasta la conciencia política de este país tan poco feminista, tan sordo a las reivindicaciones que las mujeres han logrado ampliamente en otros países, desde luego, nunca sin lucha”.
Que nadie nos quite ese impulso, el de las que se animaron a incomodar e insistir siendo algunas en esa esquina de Callao y Rivadavia, dos lunes al mes entre las seis y las siete media de la tarde, cuando parecía que le hablaban a los sordos.
Verde, verde, verde
Qué verde era mi valle es una película dirigida por John Ford, que venía de hacer Viñas de ira. Es la historia de una familia minera de Gales en el siglo XIX, el retrato costumbrista de una época en la que la baja de salarios empuja a los hijos de una familia religiosa y conservadora a la organización sindical y política, aunque al padre no le gusta nada (como pasa en un momento Billy Elliot). En 1941, se llevó el Oscar a la mejor película, ese que todo el mundo sabe que debería haber ganado Ciudadano Kane de Orson Welles.
Grandes expectativas es una novela de Charles Dickens. La escribió en 1861. En los años ‘90, Alfonso Cuarón hizo una película bastante mala; él mismo dice que es una película fallida. Emmanuel Lubezki, que hizo la fotografía, dice que el director se obsesionó con la paleta de colores, especialmente con el verde. Ese color estaba presente en la novela de Dickens, en la casa de la señorita Havisham y en diferentes escenas y personajes. Pero, parece que Cuarón exageró.
Fannie Flagg escribió Tomates verdes fritos en 1987 y coescribió el guión que lo llevó a la pantalla grande en 1991. Un ama de casa al borde de la depresión empieza a visitar un geriátrico y conoce a Ninny. A través de sus recuerdos, conocemos la historia de Idgie y Ruth durante los años de la Gran Depresión en Estados Unidos. En la novela, Idgie y Ruth tienen una relación romántica, pero al director y al productor de la película les pareció demasiado incluir una historia de amor entre mujeres y la dejaron velada. A pesar de las sutilezas, la película fue abrazada por la comunidad LGBT desde su estreno.
Les dejo una canción para agregar a sus listas de reproducción. John Fogerty de Creedence Clearwater Revival escribió Green River (Río verde). Hubo mil versiones sobre los bayou del sur de Estados Unidos, arroyos o estanques de agua llenos de vegetación, con muchas referencias culturales e históricas. Después de muchos años, Fogerty le contó a Rolling Stones que simplemente era un río de California que visitaba en sus vacaciones cuando era chico y, por las algas acumuladas, parecía verde. Y, en realidad, Green River no era el nombre del río sino del gusto de gaseosa que le gustaba tomar. Lo más importante es que es uno de sus discos favoritos porque suena a los álbumes de Sun Records de los años ‘50, como los de Johny Cash (que grabó Big River, la canción más linda sobre un río, acá la canta con Bob Dylan).
Varixs de ustedes ya me mandaron comentarios y hasta propuestas de nuevas secciones (!). La próxima entrega será la última de 2020, si tienen ganas, pueden responder este correo, escribirme a Twitter o Instagram con sus críticas e ideas.
Nos vemos en el próximo y #QueSeaLey.

No hay comentarios.:
Publicar un comentario