“Creamos este mecanismo de pequeñas acciones cotidianas para terminar con la violencia sexual. No va a destruir celebridades individuales durante los próximos 20 años, porque eso no impactará en los problemas sistémicos que se relacionan con el motivo por el cual la violencia sexual prevalece”. Esto lo dijo Tarana Burke que un día, hace 15 años, creó un movimiento al que nombró Me Too (yo también).
El día de 2017 que la frase Me Too se hizo viral como hashtag, Tarana tenía 500 seguidores en Twitter y no conocía a Alyssa Milano más que por la sitcom Who’s the Boss que la hizo popular como la hija de Tony Danza. #MeToo se tradujo en 12 millones de posteos en las primeras 24 horas. En una entrevista, Tarana contó que su sueño más grande era que la gente un día llevara un sticker en su auto con esa frase como una declaración. Su idea de viralización se parecía más a la que había visto en su Bronx natal y a la tradición estadounidense de adornar con carteles las casas y con stickers los automóviles. Es la contraseña popular para decir “Esta es mi lucha”, parecida a nuestros pañuelos.
¿Por qué 2017 y no 2006? Las denuncias contra el productor cinematográfico Harvey Weinstein se transformaron en megáfono y foco de un problema que afecta a las mujeres, más allá de la alfombra roja. El momento no fue casual, la elección de Donald Trump en 2016 había generado politización entre muchos sectores e incluso sacó del letargo al movimiento de mujeres de Estados Unidos con una marcha multitudinaria el día de la asunción del presidente en enero de 2017.
Pero el caldo de cultivo era el que se cuece en todas las versiones de las sociedades capitalistas: la desigualdad, la subordinación y una larga cadena de violencias contra las mujeres, que se entrelazan con (y encajan en) las relaciones de poder del lugar de trabajo (jefe-empleada, supervisor-trabajadora y, en la versión Hollywood, productor-actrices y trabajadoras detrás de escena).
Las cosas que no se dicen
Algo interesante de la frase Me Too es que la afirmación individual repetida millones de veces pone a las personas frente a la realidad de que no es algo que solo les sucede a ellas pero, sobre todo, deja en evidencia la magnitud social del problema. Algo similar les pasó a las feministas en los años ‘60 y ‘70 cuando realizaban talleres de autoconciencia buscando el origen del “malestar sin nombre” que nombró Betty Friedan en su Mística de la feminidad. El resultado no fue solamente comprender que sus vivencias no eran resultado de una experiencia aislada sino que era producto de un sistema de opresión.
Los momentos son muy distintos. Entonces, sectores del feminismo buscaron enlazar su pelea contra la opresión con una crítica al conjunto de relaciones sociales que ordenaban (y ordenan) el capitalismo. En el siglo XXI, el Me Too, y en general los discursos mayoritarios dentro del movimiento feminista, no desnudan los engranajes entre opresión y explotación.
Sin embargo, la potencia del choque entre el discurso de la igualdad formal y la realidad de la desigualdad siguieron desatando reflexiones y luchas en el detrás de escena, donde vive la mayoría de las mujeres, trabajadoras y pobres.
Ese potencial se vio en Argentina en el hartazgo con los femicidios, que estalló en forma de Ni Una Menos en 2015. Pero también se tradujo en luchas económicas y políticas más allá de la violencia patriarcal, contra la precarización y los despidos (Ni Una Menos sin trabajo) y contra el femicidio silencioso que significa la criminalización del aborto sobre las mujeres pobres (Ni Una Menos por abortos clandestinos). “Ni una Menos” se transformó en la contraseña del movimiento de mujeres para hacer oír sus denuncias sobre una sociedad desigual y decir que los femicidios eran el último eslabón de una cadena de violencias.
Cuando el Yo se transforma en Nosotras
Las consecuencias de Me Too fueron más allá de sus objetivos. Harvey Weinstein fue condenado pero, como explicó Burke en 2020, “que las celebridades vayan o no a la cárcel, no hace sustentable a un movimiento”. Las denuncias de Hollywood no incluían que las relaciones de poder en los estudios eran parte de una sociedad plagada de desigualdades, no solo para las mujeres, pero donde la mayoría de ellas cobran salarios más bajos, son discriminadas y humilladas de diversas formas (y esto no es algo que borre la incorporación de minorías de grupos oprimidos a las clases dominantes y las mesas donde se toman decisiones).
Aunque Tarana Burke se hizo famosa por haber creado la idea, mantuvo una visión crítica sobre los alcances del Me Too. “Necesitamos hablar sobre las mujeres comunes, los varones, las personas trans (...) Toda la gente que no es rica, blanca y famosa, que lidia con la violencia sexual todos los días”. “Tenemos que hablar de los sistemas que todavía siguen intactos y permiten que suceda”.
Las que pusieron esto en discusión fueron, justamente, las mujeres comunes. Las denuncias de Hollywood tenían limitaciones pero impactaron en la vida de muchas que sospechaban de los discursos que decían “ya alcanzamos la igualdad”. En 2018, las trabajadoras de McDonald’s en Estados Unidos salieron de los locales de comida rápida para protestar contra el acoso sexual, una herramienta cotidiana de jefes y supervisores. Una semana antes, las trabajadoras de limpieza del estado de California marcharon con su sindicato SEIU para exigir que las legislaciones laborales incluyan la protección del acoso sexual (lo mínimo para una sociedad que se dice igualitaria). “Tenemos que escuchar a la gente, no a las actrices, no a alguien a quien le pedís un autógrafo, sino a aquellas personas que limpian en el turno noche y enfrentan este problema hace décadas”. Coincido con lo que dice la tesorera del sindicato SEIU de trabajadores y trabajadoras de servicios, Alejandra Flores.
Creo que hay que escuchar a las trabajadoras, pero no porque sean “más víctimas” que las actrices famosas, sino porque sus denuncias sobre la violencia y el acoso sexual en el trabajo contemplan elementos importantes, en la enunciación y en la acción. El primero: desnudan cómo encaja la opresión en las relaciones sociales de explotación (solo un ejemplo para ilustrar la extensión del problema y, por ende, su funcionalidad: el 40 % de las trabajadoras de cadenas de comida rápida sufrieron acoso sexual en el trabajo alguna vez). El segundo: las formas y los métodos que ensayan las trabajadoras para responder.
Un ejemplo de esto se desarrolló también en Argentina antes de 2015. Fue la acción colectiva con la que trabajadoras y trabajadores de la fábrica alimenticia Kraft respondieron a un problema que se exhibe como individual, el acoso sexual de un varón hacia una mujer, de un supervisor a una trabajadora. La paralización de la producción expuso en pequeña escala un camino alternativo al existente hoy: el castigo penal para el agresor como único resarcimiento, sin tocar las relaciones sociales que rodean y permiten que se reproduzca la violencia machista. No resolvió el problema social, como tampoco lo hace la condena de agresores individuales (aunque las acciones como las de Kraft apuntan mucho más certeramente a los problemas que hacen imposible resolver caso por caso). No existen en esta sociedad respuestas definitivas, las medidas del Estado son, a lo sumo, impotentes. En el movimiento de mujeres, conviven y se enfrentan diferentes perspectivas.
Dos películas y un Oscar
La última ceremonia de los premios Oscar, además de ser la menos vista, tuvo su episodio feminista como en varias entregas anteriores. Hermosa venganza (Promising Young Woman, de Emerald Fennell) cosechó varias nominaciones y el premio a mejor guión original. La “película feminista”, la que más sintonizó con el hartazgo de la violencia machista en todas sus formas, tuvo una recepción agrietada con críticas favorables y de las otras. Hermosa venganza muestra violencias (naturalizadas) contra las mujeres y quizás eso sea lo más interesante. Pero es difícil no poner en contexto las soluciones que propone, aun fuera del sistema judicial que no soluciona nada, en clave punitiva.
Su narrativa, heredera en estética de varias versiones del subgénero rape and revenge (violación y venganza) del exploitation (pelícuas sobre temas escabrosos), sintoniza con la impaciencia de ver que no cesa la violencia patriarcal, mientras no dejamos de escuchar “ya somos iguales” y de ver políticas estatales “con perspectiva de género”. Esas narrativas, como las de Virgine Despentes y su Teoría King Kong, son atractivas en un mundo de promesas no cumplidas y del lenguaje de los ministerios, pero eso no las transforma en una estrategia efectiva para terminar con el patriarcado y sus violencias.
En un rincón sin luz quedó La asistente (The Assistant) sin siquiera ser mencionada. Con menos estridencias y más silencios, la película de Kitty Green incomoda con las cosas no dichas. En un ambiente opresivo y asfixiante, compartimos un día en la vida de una asistente de la industria cinematográfica. Ese jefe que no vemos, eso que no dice en voz alta, habla mucho más de las violencias invisibilizadas que viven (y enfrentan) muchas mujeres en su lugar de trabajo. No tiene respuestas ni soluciones, lo más interesante que deja son preguntas. Pero es probable que muchas personas poderosas en Hollywood no quieran verse en ese espejo.
Otro día en el patriarcado de la identidad. La CIA (agencia de inteligencia estadounidense) tiene una campaña en su canal de Youtube (sí, tiene canal de Youtube) llamada #Humans, que busca darle un rostro a sus agentes. Uno de sus videos recientes es el de una mujer que lleva una remera con el símbolo feminista y la leyenda “Mija, you’re worth it” (Mija, valés la pena). El discurso de la agente enumera los ítems que, según las perspectivas identitarias, definen a los sujetos de los movimientos contra la opresión como el feminismo. Mujer, migrante, madre, millennial con diagnóstico de ansiedad; como concluye la agente, “soy interseccional”. Hace unos años, la feminista bell hooks dijo “en una cultura de dominación, todas nuestras luchas políticas corren el riesgo de ser mercantilizadas de forma tal que vuelve difusa su intención radical. Este fue, y ciertamente es, el caso de las políticas de la identidad”. La apropiación de la CIA para mostrarse “humana” le da la razón a hooks y a quienes creemos que lo que suelda las alianzas no debe limitarse a la identidad, porque puede terminar atomizando los movimientos y despolitizando nuestra intención radical de pelear por una sociedad sin opresión.
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