El algoritmo trajo a mi pantalla la miniserie polaca Sexify. La presentan provocadora, habla de orgasmos, sexo libre y masturbación. Con buenas intenciones (un discurso a favor de la exploración de la sexualidad y cosificación en dosis moderadas), suma una capa a ese “feminismo” de baja intensidad que circula en Netflix. Resultó más interesante de lo que esperaba, por las ideas que deja flotando más que por lo que dice. En el centro de la historia está la transformación personal para gozar libremente de nuestra sexualidad.
Fuera de ese algoritmo (léase, alguien dijo “¿viste la de la ginecóloga?”) llegué a El arte de amar. La historia de Michalina Wislocka, prolijamente escondida en el catálogo de producciones polacas en la misma plataforma. La película cuenta la vida de una ginecóloga y sexóloga que intenta publicar un libro de educación sexual. El texto choca con la censura constantemente, aunque lo conocen y lo leen las mujeres de los burócratas de varias oficinas estatales. La película transcurre durante los años en que Polonia quedó bajo control de la burocracia estalinista de la URSS, como resultado de la conferencia de Yalta al final de la Segunda Guerra Mundial.
No es que sea un alegato anticapitalista pero establece una relación interesante entre lo que pasa (o no) en la vida y en los clítoris. La falta de educación sexual y anticoncepción evidencian la opinión de la Iglesia y el Estado (presentado como “el partido”, una dosis de anticomunismo básico en las producciones culturales mainstream, bastante medida en la película). En los créditos finales, Michalina nos dice que el libro era sobre sexualidad, sobre el amor y la vida cotidiana, que también era para los hombres, pero sobre todo para las mujeres porque la emancipación no iba a terminar automáticamente con la opresión.
Volviendo al algoritmo, en Sexify tres universitarias diseñan una aplicación para alcanzar y mejorar los orgasmos de las mujeres. La investigación de Natalia, Paulina y Monika recorre los mitos y prejuicios sobre la sexualidad femenina, que nunca está mal desnaturalizar. Pero su búsqueda no escapa casi a ninguno de los mitos y prejuicios de la libertad sexual en el neoliberalismo, llena de deseo y goce individual “sin romper nada” de lo que rodea a esa libertad y que replica lógicas del mercado en las relaciones interpersonales.
¿Ahora que somos libres?
La socióloga Eva Illouz escribe en El fin del amor que la libertad sexual supuso mayor igualdad en el ámbito de la sexualidad y atenuó la equiparación del deseo con la represión y la prohibición. Advierte también que esas consecuencias positivas suceden en un contexto de mercantilización e hipersexualización, en el que el deseo y el goce son asimilables de diferentes formas. Illouz lo explica con su concepto de capitalismo emocional, “lo único que posibilita un consumo infinito es el cuerpo y las emociones. Esa sexualización creciente se produce en un contexto en el que el individuo se convierte en mercancía”.
Lo anterior no niega que exista algo personal y único en nuestros deseos, pero suceden y se realizan (o no) en un entorno, que siempre es interesante pensar, especialmente cuando vivimos apabullados por discursos de libertad, felicidad y bienestar, en un mundo en el que las relaciones sociales siguen organizadas alrededor de la explotación de la mayoría de la población. No hay guiones completamente independientes de los valores e ideas que se desprenden de ese mundo. Y muchas veces las narrativas neoliberales incluyen el deseo y el goce en su ideal de “libertad” individual. En una conversación con Diego Sztulwark sobre su libro La ofensiva sensible, Tamara Tenenbaum (autora de El fin del amor. Querer y coger) dice que se habla de deseo como si fuera “la piedra de toque, el deseo es incuestionable, es impensable. Lo que yo deseo no lo pienso como algo que está construido sino como algo que es la piedra última de mi libertad. Y no sé si es tan así, me parece que los deseos efectivamente son parte de lo que se ha construido y de cuestiones que tienen condiciones históricas, condiciones económicas”.
En su libro, Sztulwark pone varios de estos debates en otro marco, más problemático que el que propone la idea de un “feminismo del goce”. Por ejemplo, la convocatoria a realizarnos “libremente” más como consumidoras y consumidores que ciudadanas y ciudadanos, cuando el neoliberalismo encontró una articulación de “los mercados y las democracias nacientes, con sus promesas de consumo y elecciones libres”. En una entrevista con la revista Almagro, se pregunta “¿quién te dice gozá, se único, se creativo? Te lo dicen las empresas porque ya le dieron un sentido a eso, que es sencillamente: ‘acomodate al mercado’”.
Seguimos siendo autoras y autores de los guiones de nuestras vidas, pero sería ingenuo no reflexionar y discutir los mensajes, discursos y políticas en tensión constante que producen y reproducen ideologías y sentidos comunes (que llegan hasta el feminismo y otros movimientos contra la opresión). No es que no podamos disfrutar, desear o gozar, de lo que se trata es de pensar todas las posibilidades que no caben en una libertad que acepta demasiados condicionamientos. Y para pensarlas no existe otra solución posible que construir otra sociedad, donde la libertad sea y no esté reducida a una sensación-mercancía que se puede vender y comprar.
Polonia fuera de la pantalla
Dagmara es profesora de secundaria y vive en la ciudad de Gdansk. Cuando le hablé de Sexify, me dijo que “la realidad de las mujeres y la sexualidad en Polonia no es tan alegre”, que no hay educación sexual y la Iglesia católica es un obstáculo (¿les suena?).
En 2016, el mundo vio la fuerza organizada de las mujeres en el “lunes negro” que paralizó las ciudades polacas. Como en otros momentos y lugares, la movilización contra la opresión (expresada en la violencia machista, la negativa de derechos o la desigualdad) fue catalizador de un descontento generalizado. En octubre de 2020, en plena pandemia, Dagmara estuvo en las movilizaciones contra el fallo del Tribunal Constitucional (controlado por el gobierno del partido conservador Ley y Justicia) que eliminó la causal más utilizada en abortos no punibles.
Desde los años 1930 funcionó en Polonia un sistema de causales (salvo durante la ocupación nazi, cuando el aborto fue utilizado de manera forzada contra las polacas). El cambio más importante fue en 1956, cuando se introdujo la causal de “condiciones de vida”. Luego de sucesivas modificaciones, llegó el “compromiso sobre el aborto” de 1993, que restringió las causales a tres: riesgo de vida, si el embarazo era producto de una violación o si el feto sufría malformaciones graves e irreparables (esta última eliminada en la reforma que entró finalmente en vigencia en enero de 2021).
Le pregunté a Dagmara qué significaba esa reforma en la vida de todos los días. “En enero, cuando se anunció la decisión del Tribunal, muchas mujeres estaban realizando interrupciones legales que los médicos debieron interrumpir”. Es una de las consecuencias más dramáticas, en un contexto complejo que hace difícil la maternidad para la mayoría de las mujeres (licencias cortas, ausencia de políticas de reinserción laboral y guarderías inaccesibles) y casi imposible la interrupción legal de los embarazos no deseados. Organizaciones como Aborto Sin Fronteras (aun bajo el asedio del gobierno) ayudaron a 17.000 mujeres polacas a acceder a abortos seguros entre octubre de 2020 y abril de 2021. Los números explotaron desde la restricción. Según la ONG Abortion Dream Team, antes de la prohibición atendían entre 5 y 6 personas al mes, ahora el número asciende a 100.
“Se siguen produciendo abortos y son las mujeres pobres de los pueblos pequeños sin acceso a la información y sin dinero las que pagan el precio más alto por el endurecimiento de la ley. Las mujeres con plata se van, por ejemplo, a Eslovaquia, donde por 200 euros pueden someterse a un aborto en condiciones confortables”. Dagmara dice que “gracias a las protestas, el aborto está dejando de ser un tabú, pero todavía estamos lejos de que las celebridades y las mujeres comunes hablen de sus abortos. A menudo lo hacen a escondidas de sus familias: es una tragedia para las mujeres polacas”.
Casi como un tributo a Michalina Wislocka, cuando se reeditó su bestseller El arte de amar en 2016 (40 años después de su primera publicación), las polacas volvieron a escribir la historia de la que son protagonistas.
La letra y la música
Hay una canción que dice que Cali es una sucursal del cielo. “Barranquilla, puerta de oro, París la ciudad luz, Nueva York capital del mundo y del cielo Cali, la sucursal”, cantaba el grupo Niche en los ‘80. Pero la historia de la “sucursal” viene de 1971, cuando la ciudad fue sede de los Juegos Panamericanos. Los recuerdos endulzados de esos años no hablan de la masacre del 26 de febrero que ahogó las protestas estudiantiles para garantizar la realización de esos juegos.
Cincuenta años después, los dueños de la pelota (y de Colombia) insistieron en jugar la Copa Libertadores mientras los gases lacrimógenos contra las movilizaciones invadían la cancha. Y a pesar de la escalada de represión estatal (que incluye el patrón de violencia sexual perpetrada por las fuerzas represivas contra las mujeres), el gobierno de Iván Duque no logra calmar las protestas aun después de retroceder en su reforma tributaria.
Cali no se apaga y los ecos de Colombia llegan como noticias pero también como letra y música. Por diferentes caminos se puede llegar a dos expresiones culturales de esa ciudad mezcla de paraíso e infierno. Ahí sonaron las primeras rimas de la banda afrocolombiana ChocQuibTown, aunque hoy circulan por todo el país y más allá. Su canción “De donde vengo yo” se llevó el Grammy Latino en 2010 y ahora se escucha en las marchas “De donde vengo yo la cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos”. En medio de las protestas, su cantante Goyo fue invitada a un evento con mujeres de la música en Estados Unidos y decidió “vestirse” con las consignas de las pancartas y las banderas como “No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”. Es solamente un ejemplo, a la calle colombiana le sobra ritmo.
Pilar Quintana nació en Cali en 1972. La conocí con La perra, una novela breve y furiosa, cuyo primer borrador fue escrito en el bloc de notas de un celular. Una de las cosas que me intrigó fue algo que dijo en una entrevista con Hinde Pomeraniec, “yo quería escribir El viejo y el mar, solo que con La señora y la selva”. Se refería al clásico de Ernest Hemingway y lo que empezó como una historia de una mujer y la naturaleza terminó incluyendo racismo y lucha de clases, como algo inevitable más que panfletario. Su novela Los abismos ganó el premio Alfaguara 2021 y Cali es protagonista.
Honey honey honey baby. Y ya dejemos de llorar es lo primero que escuchás en la canción de Fito Páez “Dos días en la vida” (temazo) sobre Thelma y Louise, que se estrenó hace 30 años. Hablamos de la película en El Círculo Rojo, lo que significó en ese momento y cómo se transformó en un símbolo para las mujeres que, como Thelma, se sienten más despiertas que nunca. A lo mejor te cruzaste con algo de eso en Sobredosis de TV de C5N. El jueves a las 22, si no sabés qué ver con la clave que te prestaron, podés escucharnos en Radio Con Vos.
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